Conde del asalto
Macropersecución en Montjuïc, por Miqui Otero
¿Qué está pasando exactamente con la Sagrada Família?
El encanto retrofuturista del Camp Nou
Miqui Otero
Escritor
A veces, cuanto más tiempo tramas un plan, más fisuras tendrá: preparar una operación demasiado puede ser la señal de que sería mejor abortarla. Aquí estoy, por ejemplo, bajando a la carrera la montaña de Montjuïc perseguido por decenas de heavies furiosos que, las melenas al viento, nos lanzan insultos como flechas e incluso latas vacías. Highway to hell. Colina abajo. Parece una escena de 'El señor de los anillos'.
Esto sucedió en 1998, año arriba, año abajo. Uri, Marc y yo, un reparto como el de esas películas de atracos en las que se recluta a un equipo de perdedores para dar el gran palo al banco (sale mal). Yo solía coger el Citroën Xantia (matrícula: B-6996-PN) de mi padre con cualquier excusa altruista. Mientras tanto, uno de mis amigos cargaba dos carritos de la compra llenos de cervezas, mientras el otro se ocupaba de comprar hielos y de dejar su casa sin una sola papelera. Nos dirigíamos entonces a las inmediaciones del Estadi Olímpic, o del Sant Jordi, para venderlas. Dejábamos el auto en el mirador, a media montaña, y subíamos por las mecánicas y a pie, arrastrando las papeleras: mientras duraba el concierto lo escuchábamos a lo lejos, los bajos y el bombo de la batería sincronizados con el bum bum de nuestros corazones. En cuanto acababa, despachábamos las latas. Con el dinero, solíamos ir a otro bolo en el Apolo, días después. Dos por uno.
Un error imperdonable
Salió bien algunas veces, hasta esa noche de AC/DC. Todo empezó con la soltura habitual. Marc, el más carismático, se dirígía cantando ('Thunder!') a los asistentes que venían tan eufóricos que ni miraban la lata que compraban. Las repartimos en cuestión de media hora. Viento en popa. A más viento, más vela. El botín, monedas y monedas (no teníamos datáfono), en mi riñonera de Streetball. Hasta que notamos cómo uno de ellos nos miraba con suspicacia. Y luego otro. Y otro más. El encargado de comprar las cervezas había cometido un error imperdonable, que podría costarnos la bolsa o incluso la vida: había comprado todas las cervezas sin alcohol.
No pagas entrada
Recuerdo con cariño el episodio ahora que estoy a salvo del ejército de heavies que nos persiguió esa noche, cuando alcanzamos de milagro el Xantia y nos escondimos por la Zona Franca. Y lo recuerdo porque parece que se ha vuelto a poner de moda eso de escuchar los macroconciertos del Estadi Olímpic desde las inmediaciones. En el peor de los casos, sale gratis, no pagas la entrada. Si eres tan listo (o tan tonto) como nosotros, incluso cobras (aunque sean hostias).
En la montaña se han encadenado la cita doble de Bruce Springsteen, la cuádruple de Coldplay e incluso, esta semana, la de Beyoncé. Imágenes de mucha gente que, no pudiendo entrar a los conciertos, los escucha alrededor del estadio. Los decibelios son tantos que algunos de estos conciertos se oyen de la forma más nítida (y no siempre deseada: yellowwwwww) en los balcones del Eixample y en las plazas de Sants.
Barcelona ha perdido músculo como parada en los circuitos de conciertos de sala y parece que los grandes festivales acaparan todos los nombres. Pero por alguna razón (quizás por los equipamientos heredados de los Juegos Olímpicos), aún reina en los macroconciertos. Y pienso en esos tres chavales que quizás ahora traman en un parterre de un parque cómo le pedirán el Toyota al padre, comprarán latas en un Lidl y subirán la montaña convencidos de que es una gran idea. Un plan sin fisuras. Hasta escucharán el bolo gratis. Todo ventajas. Corred.
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