Conde del asalto
Asalto al Primark Central, por Miqui Otero
Mar Padilla detalla en su nuevo libro el legendario asalto al Banco Central de Barcelona, ahora convertido en una tienda de ropa
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Banco Central / EFE
A veces sueño que entro en el Primark de plaza Catalunya con un pasamontañas y me pongo a robar de todo. O mejor aún, cojo el pasamontañas dentro (así no lo pago) y me afano bodys de bebé con estampado de robot y sudaderas de dinosaurios.
No tengo nada en contra de la marca: es solo nostalgia. Porque ya Astrud cantaban: «Nuestro bar cerró, y ahora han abierto un Starbucks y nos da tanta rabia, que parece nostalgia». Bien, en este caso lo que había en este gigantesco y regio edificio del Primark no era un bar favorito, sino un banco. No me gustan demasiado los bancos, pero sí me fascina lo que sucedió en este un 23 de mayo de 1981: el legendario asalto al Banco Central de Barcelona, uno de los episodios más elocuentes (por peligroso y berlanguiano, por ser la cristalización del delirio paranoico e improvisador) de la Transición.
Ahora Libros del KO ha editado un libro fantástico sobre el asunto, escrito por Mar Padilla, que bebe de las mejores fuentes (gente de la banda, responsables políticos, dueños de bares) y de su Canaletes (el Número 1 e ideólogo de la operación).
A mí siempre me ha hecho mucha gracia esa cita de 'La ópera de los tres centavos', de Bertolt Brecht: «¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?». Obviamente, esta semana, después de leer titulares donde se expone que entidades como BBVA o Santander han tenido los beneficios más altos de su historia (6.402 y 9.605 millones de euros respectivamente), pasaba por delante del Primark, y de la antigua sede bancaria, y pensaba en la frase.
Esto no es una orden de asalto. Lo que sí recomiendo es pasar de largo para llegar a una librería y hacerse con una copia del libro para este fin de semana.
Quizás ya conozcáis la historia. Un grupo de hipotéticos atracadores se colaron en el céntrico banco poco después de las 9 de aquel sábado de mayo. Solo habían pasado tres meses desde el «Todo el mundo al suelo» del Congreso, así que muy probablemente las más de 250 personas que estaban dentro se sabían dememoria qué hacer.
Noche en vela
Aquel asalto duró día y medio. Mi padre, por ejemplo, recuerda pasar la noche en vela corrigiendo exámenes de EGB pegado al transistor. De puertas para fuera, el asunto pintaba horrible y solemne. Los asaltantes habían dejado un mensaje en una cabina donde pedían la liberación de Tejero y otros golpistas (si no, volarían el edificio). Hay que viajar a esa época, con muchísimos atentados, tanto de ETA y el GRAPO como de los grupos de ultraderecha, cuando el cine quinqui era nuestro 'blaxploitation', en plena escalada de delincuencia (en 1973 se cometieron 95 atracos; en 1983, 2.433) y una sensación de democracia en inminente peligro, con un Franco que parecía el muerto-vivo de Peret.
De puertas para dentro, sin embargo, los asaltantes pretendían huir haciendo un túnel en piedra dura con un simple Black and Decker, se hacían pasar por guardias civiles pero llevaban tacón cubano o se ponían una careta de cartón con agujeros, pedían bocadillos y vino.
En definitiva, todo era poco serio, pero no por ello menos peligroso. Como decía Francisco Casavella, por momentos uno diría que se había pasado de un país dramático a un país idiota. Libros como este explican esa paradoja muy bien. Y uno aún pasa por delante de los lugares donde sucedieron hechos así. Propongo rutas turísticas en Barcelona que los expliquen. Me apuntaría a todas: no traería pasamontañas, pero sí bocatas y vino.
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