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'Sacarina': el último gintónic
La Ruta 40 apuesta por esta comedia agridulce escrita en plena era Berlusconi
El alquiler por las nubes, los cafés a 2 €. Trabajar por cuatro chavos, para pagar facturas, ahora una, ahora la otra, trabajar para pagar la cuota de autónomos, que ya roza los 300 €, para llenar la nevera y, si hay suerte la despensa. Hoy toca arroz, vender la tele por Wallapop, comprar un paquete de lentejas. ¿Vivir o sobrevivir? Esta es la realidad de Albert y Lara, dos actores que, bajo el mando de un productor sin escrúpulos, preparan un piloto de televisión. No sueñan con la fama ni con estrenar en un gran teatro barcelonés, solo quieren vivir una vida digna, tener un sueldo justo a final de mes. ¿Vivir o sobrevivir?
Albert y Lara, más allá de un retrato de miles de barceloneses, son los protagonistas de 'Sacarina', la última obra de La Ruta 40, que se puede ver estos días en <strong>El Maldà</strong>. Estamos ante una de las compañías independientes más importantes del panorama teatral, responsable de piezas tan diversas como 'El llarg dinar de Nadal', 'Cúbit' o la reciente 'Reiseführer'. Una compañía que arriesga y apuesta, muchas veces, por temas más sociales y políticos. No es de extrañar, pues, que se fijaran en 'Sacarina'. Un texto escrito hace más de 16 años, en plena era Berlusconi, por Davide Carnevali. Una comedia agridulce que Albert Arribas se ha encargado de traducir y adaptar a la realidad catalana. Con referencias políticas y sociales incluidas.
Este es, de hecho, uno de los puntos fuertes de la obra. A pesar de las autoreferencias teatrales, resulta imposible no empatizar con estos actores que luchan por sobrevivir en la Barcelona gentrificada, la que cada día atrae a millones de turistas y expulsa sus vecinos. Quizás no conocemos la realidad teatral de la capital catalana ni las miserias del oficio, pero nos suenan los desayunos a 12 € y los gintónics más caros que una T-10. Nos suenan la precariedad, la especulación inmobiliaria, las 'superilles', los 'coworkings' y los 'coffee brunchs'. Necesitamos, aunque sea durante una hora, reírnos de nuestro día a día, de este malvivir en una ciudad en la que, probablemente, no podremos envejecer.
Un bar donde se sientan los espectadores
Segundo acierto: el espacio diseñado por Clàudia Vilà. El Maldà se ha convertido, aquí, en un bar lleno de mesitas con césped artificial, una gran pantalla de televisión, muchos colores y cuadros de animales. No hay gradas ni nada que se parezca a una platea. Los espectadores somos clientes de este bar que, seguramente, tampoco podríamos pagar y, desde el principio, se nos invita a formar parte del juego.
Aún así, lo mejor de este ligero -quizá demasiado- y crítico divertimento son las naturales interpretaciones de Lara Salvador, Albert Prat y, sobre todo, Alberto Díaz, que se convierte en un cínico productor sin caer en la caricatura. Ese personajillo que no duda en declarar que «para dormir, va al teatro» y solo quiere forrarse a costa de los demás. No existe la mística del teatro ni amor al arte.
¿Vivir o sobrevivir?
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