TEATRO
'Ramon': una montaña rusa de emociones
Lección de vida en la Sala Atrium. La que nos dan Francesc Ferrer, actor, y Mar Monegal, autora y directora, sobre la crisis de los 40 y cómo afrontar otros traspiés existenciales
José Carlos Sorribes
Periodista
José Carlos Sorribes
El flyer que también es la entrada de la Sala Atrium lo dice todo. Género:tragicomedia generacional. Así es Ramon, un monólogo que aúna comedia y emoción dramática con una historia nuestra de cada día:la del síndrome peterpanesco, por el miedo que provoca la entrada en la llamada edad madura, y también la de encajar los golpes que da la vida. Lo sentencia el protagonista en un momento de la obra. «Pedala, Ramon, pedala, que la vida fa pujada». Pues eso.
Entre Mar Monegal, autora y directora, y Francesc Ferrer, intérprete, han levantado una montaña rusa de emociones en la Atrium. También nos queda claro en el flyer que ambos han vivido el proyecto de manera muy personal. Ramon va de pérdidas con un protagonista a quien abandona su novia porque ella quiere ser madre y él no se siente preparado, enfrascado como está en una carrera de actor con altos y bajos. Como la de tantos intérpretes de por aquí. Esa ruptura le lleva a volver a la casa de sus padres, donde tendrá que enfrentarse a un golpe bastante más duro:la enfermedad de su madre, víctima del alzhéimer.
Todo sucede en Ramon con mucha verdad, y a la vez con mucha ligereza, y sin ninguna impostura. Hay momentos, muchos, para sonreír y cuando la obra entra en esa segunda dimensión más dura lo hace con la misma naturalidad. El tono huye de cualquier pretensión y fluye con una puesta en escena que interpela al espectador. Ayuda, y mucho, que Francesc Ferrer actúa con una franqueza admirable porque es siempre muy creíble. Es como el colega con quien quedas para tomar una caña y te va contando sus cuitas. Lo hace, además, con la ilusión de estrenarse en un monólogo para celebrar su 25º espectáculo, cuando cumple 15 años de profesión y él también ha llegado a esa edad tan fatídica para muchos –por el cambio de ciclo vital– como son los 40 tacos.
El mosaico de referencias generacionales es muy completo y las canciones que interpreta el propio Ferrer con su guitarra funcionan como un buen complemento. Ramon, el personaje, recrea su personal regreso al futuro en la habitación de su adolescencia en la que no faltan esa guitarra, los casetes de la época, una bicicleta estática o las croquetas de su madre. Desde allí nos habla también de su presente con una mirada irónica y ácida al ecosistema teatral catalán. Porque él es un actor emergente, que hace series en TV-3, y a quien un director tiquismiquis le arrebata el sueño de hacer un prota en la Sala Gran del TNC en plenos ensayos de la obra.
Ramon transita de esa comedia generacional al eje más dramático de la pérdida de forma cristalina, sin ningún subrayado innecesario. Ahí se ve el buen pulso en la dirección de Mar Monegal. Poco a poco, el escenario-habitación se va despoblando de todo su mobiliario y objetos para quedarse en un espacio en blanco, metáfora evidente del daño que provoca la pérdida de memoria por el alzhéimer. Y también del desembarco sin retorno en la edad adulta que significará para Ramon. Las imágenes icónicas de Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en La dolce vita, de Fellini, vuelven a la pantalla de fondo, como en el inicio, para cerrar esta tragicomedia generacional que merece tener vida más allá de su pase en la Sala Atrium.
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