DOCUMENTAL

Retrato de lo que huele mal

El austriaco Ulrich Siedl viaja a un complejo de cazadores en el sur de África para exponer algunas terribles miserias humanas

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NANDO SALVÀ

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Michael Haneke dijo una vez que las películas de su compatriota Ulrich Seidl son «como calcetines apestosos». Era un cumplido. Después de todo, Seidl lleva tres décadas enfrentándonos a tipologías humanas que huelen mal. Y lo hace con una mirada impasible aunque increíblemente inquisitiva e irónica, capaz de sumirnos en el más absoluto desconcierto.

En '<strong>Safari</strong>', el austriaco viaja a un 'resort' para cazadores en Namibia, cuyos visitantes pagan grandes fortunas simplemente para disparar a jabalís, búfalos, cebras, leones, monos o jirafas, hacerse un selfi rápido y volver a casa con el busto del cadáver.

La película deja que sean los propios cazadores quienes se pongan la soga al cuello. Capturados en estampas cómicamente estilizadas, hablan a la cámara para insistir en lo estupendo que es apretar el gatillo. Los hijos de una familia comparan matar animales con comprarse un Porsche o un traje de Armani, otro sujeto asegura que su trato a las bestias es mucho más noble que el que sufre el ganado; otro, en referencia a los lugareños que trabajan en el complejo, afirma: «Tengo una relación fantástica con esta gente; no tienen la culpa de ser africanos». Ese es el nivel.

Seidl alterna esas entrevistas con fragmentos de las cacerías mismas. El proceso es grotesco: los turistas entran en escena disfrazados de Tadeo Jones, son transportados por un cazador profesional que los pone frente a la presa y hasta les prepara el disparo. Tras dar en el blanco, chocan esos cinco y lloran de alegría. Luego posan para la foto, a menudo cuidadosamente preparada por los guías, y listo. Tras una de esas farsas, un hombre golpea el cadáver y dice: «Ha sido un gran combate, amigo».

IMÁGENES TERRIBLES

Con la última de esas escenas de caza, Safari se convierte en cine de terror. Seidl nos muestra la muerte prolongada de una jirafa: la vemos dando agónicas embestidas con el cuello retorcido, siendo cargada y trasladada, destripada y seccionada con una motosierra y finalmente drenada. En estas escenas, claro, a los cazadores no se les ve el pelo. Son los trabajadores namibios quienes, obligados a hacer el trabajo sucio, cobran protagonismo.

La grandeza del método de Seidl, decíamos, está en su talento para revolvernos sin caer en sermones ni ridiculizar a sus objetos de estudio. Él simplemente presenta los hechos. Y los hechos son esas imágenes terribles. Frente a ellas las palabras —esas justificaciones que definen la caza como un deporte ancestral, o que sostienen sus beneficios para economías locales— no valen absolutamente nada.