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Periodista y escritora
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Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
Un amigo es
La amistad es el eje existencial, vertebrador, de mi vida, la forma más extraordinaria de querer y sentirme querida
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Los integrantes del grupo de música La Buena Vida / EP
Es mucho más fácil saber lo que no se quiere que lo que se anhela. Y, en un mecanismo mental, o psicológico, parejo, similar, igual de desconocido, desdeñamos lo que tenemos, no lo apreciamos, y valoramos con ansia lo no poseído. Me refiero, en ambos casos, a cuestiones que tienen que ver con los sentimientos, con lo Superemocional, como el muy especial libro de Juanpe Sánchez López, no con lo material de una vida que, sin embargo, nos empeñamos en construir sobre los cimientos de los bienes tangibles, irrelevantes hasta la invisibilidad cuando ésta se acaba.
En ese vericueto mental me metí hace cosa de una semana, al salir de una nave industrial en el madrileño barrio de Tetuán, cerca de la plaza de Castilla. Llegué a ella convocada por Mariano Sigman, neurocientífico y escritor. Le conocí en un encuentro literario con Rosa Montero en Madrid en abril del año pasado, y desde entonces lo estimo en lo personal y en lo narrativo. Unos días antes, Mariano me había enviado un mensaje en el que me contaba que estaba escribiendo, junto con Jacobo Bergareche, "un breve ensayo sobre la amistad" y querían charlar con "gente cercana" que podía darles "una mirada muy original y valiosa sobre las distintas formas e historias de la amistad". Le di las gracias por haber pensado en mí, le dije que me parecía un proyecto precioso y que, por supuesto, contaran conmigo.
Durante el tiempo que transcurrió entre ese breve intercambio de WhatsApps y nuestro encuentro en la nave de Tetuán, intenté, con la intención de llegar a la conversación con la mayor espontaneidad posible, llave siempre de lo genuino y lo honesto, no teorizar sobre la amistad, no pensar en ella como el eje existencial, vertebrador, que para mí ha sido desde que comenzó mi segunda vida, la que empecé a vivir, irremediablemente, tras la muerte de mi madre. Comparto con la escritora Alana S. Portero la idea de que todas las infancias LGTBI+ son muy solitarias. Lo eran, al menos, cuando ella y yo fuimos niñas, en la década de los 80 del siglo pasado, prodigiosa sólo para algunos.
En ese puñado de años, en apariencia irrelevantes pero trascendentes en la configuración de la identidad, en el descubrimiento del quién para poder después llegar al cómo, la norma se convierte en el trazo de tiza que en los homicidios delimita el cadáver. Si te sales de ella, estás muerta, condenada a la peor de las soledades, la no escogida.
Querer y sentirse querida
Así viví, o más bien sufrí yo aquella etapa, con amigas contadas (siempre eran ellas, separadas de ellos por afinidades más selectivas que electivas, disparatadas, pues la única razón era, lo sigue siendo, el sexo) e intentando complacer, gustar, encajar. Hasta que mi madre falleció. A partir de ese momento, llevada, ahora lo entiendo, por la necesidad de querer y sentirme querida, de compensar, de algún modo, la pérdida y la ausencia que me ahogaban entonces, la amistad cobró en mi vida una enorme importancia, superior, incluso, a la de las relaciones amorosas o sexuales.
Hoy, casi treinta años después del comienzo de esa segunda vida que aún me niego a celebrar, sigue siendo así, y eso les dije a Mariano Sigman y a Jacobo Bergareche cuando me preguntaron qué era para mí la amistad. Pensé, sentada en aquella acogedora nave industrial (descripción paradójica, pero cierta), de manera impulsiva, en palabras que yo asociara, inconscientemente, con ese sentimiento, con esa forma extraordinaria de querer y sentirme querida. Y me salió una buena retahíla. Seguridad. Honestidad. Hogar. Comprensión. Cuidado. Familia. Refugio. Literatura. Amor.
Un amigo es, para mí, todo eso, y mucho más. A un amigo acudo cuando me sucede algo, bueno o malo. Con un amigo comparto un modo de vivir, no necesariamente de pensar. Un amigo es alguien con quien puedo ser yo misma, frente al que nunca finjo, jamás interpreto. A un amigo lo elijo, lo cuido y protejo. El duelo por una ruptura amistosa es largo y tortuoso. Un amigo me dice la verdad, especialmente si es dolorosa. Un amigo no me adula, tampoco me juzga. En un amigo pienso al escuchar La mitad de nuestras vidas, esa canción de La Buena Vida que me recuerda que "a veces sin más el tiempo se para" y lo importante es estar, "cerca de ti, sin hacer nada". Un amigo es un lugar, seguro.
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