Llámame al fijo
Nunca es mala hora para salirse de la esclavitud a la que nos someten los objetos que perdemos
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Una mujer llama desde un teléfono fijo
Me puse a hablar con alguien antes de la presentación de un libro, y cuando terminábamos, y buscábamos un lugar en el que sentarnos, me preguntó si le facilitaría mi número. Se lo empecé a dar, pero me interrumpió. «El móvil, no, perdona. Me gusta llamar a los teléfonos fijos, ¿no tienes?». Me interesó esa actitud porque me atraen las manías inexplicables, como la de leer la página 99 de los libros antes de empezarlos desde el principio, o la de cenar todos los días lo mismo. «Por supuesto que tengo», le dije, «pero no me lo sé. Y eso no es lo peor: desconozco dónde está». Entonces, le conté mi vida, o al menos una parte: hace unos meses, harto de recibir llamadas promocionales, inscribí mi número en la lista Robinson. El resultado fue fulminante: dejó de sonar. Al mismo tiempo, el aparato desapareció y en algún momento debió de agotársele la batería.
Es un inalámbrico, y nadie en casa admite haber sido el último en usarlo. No es ni buena ni mala noticia desconocer su paradero. Quizá no es noticia. A cambio de que no aparezca, puedo decir que yo no he gastado ni un minuto de mi vida buscándolo. No sé de dónde me viene esta soberbia. Le aplicaré el máximo castigo que se puede infligir a un objeto perdido, el de que aparezca cuando ya nadie se acuerde de él, cuando sea del todo inútil saber que estaba en alguna parte. Que sepa que no lo necesitamos para nada. Y que sepa que nos resulta tan indiferente que ni siquiera nos apresuramos a comprar otro teléfono para sustituirlo.
Mi aspiración es que un día podamos decir que no sabíamos que teníamos teléfono fijo, aunque continuemos pagando la línea cada mes. Hay que elegir bien la manera en que decides tirar el dinero. Nunca es mala hora para salirse de la esclavitud a la que nos someten los objetos que perdemos, y por culpa de los cuales nos precipitamos casi siempre a desesperadas búsquedas, que no pocas veces conducen al desaliento porque los objetos no regresan con su dueño. «Que nos busquen ellos, ¿no te parece?», acabé diciéndole al señor, que me miró un poco aburrido y me pidió que le diese el móvil.
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