Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Una vez más se llama antisemitas a los críticos con Israel

Manifestación de estudiantes en favor de Gaza en la universidad de Columbia, en Nueva York.

Manifestación de estudiantes en favor de Gaza en la universidad de Columbia, en Nueva York. / Caitlin Ochs / Reuters

La tragedia de Gaza ha desencadenado una tormenta en muchos campus universitarios de Estados Unidos. Desde las grandes movilizaciones estudiantiles contra la guerra de Vietnam en 1968, nada parecido había sucedido, y no hay precedentes de una protesta de tal envergadura contra el Gobierno de Israel y de apoyo a una comunidad árabe. La influencia de la sociedad judía estadounidense en todos los ámbitos de la política, la economía y la cultura mantuvo blindada hasta ahora la ejecutoria de los gobiernos israelís, incluso durante anteriores operaciones de castigo en la Franja de Gaza, y aun antes en el transcurso de las seis guerras árabe-israelís y de las dos Intifadas. El comportamiento de la Casa Blanca con Israel contó siempre con la aprobación mayoritario de la opinión pública hasta que la política de tierra quemada de Binyamin Netanyahu y la vulnerabilidad extrema de los gazatís -34.000 muertos y una hambruna creciente- dio pie a la impugnación en la calle de la política de apoyo de Joe Biden a las operaciones en curso.

La presión de grandes donantes en varias universidades para que se cercenen las protestas, del grueso del Partido Republicano y de una parte significativa del Partido Demócrata han llevado a autoridades universitarias a pedir la intervención de la policía para reprimir las movilizaciones con el consabido saldo de detenciones de estudiantes y docentes. Otros responsables de grandes centros como las presidentas de Harvard, la Universidad de Penn y el MIT han sido acusadas de tolerar “expresiones antisemitas” y han proliferado las voces que piden su dimisión. Todo ello en medio de las aguas encrespadas de una larga precampaña electoral en la que los estrategas demócratas son conscientes de que el comportamiento del presidente puede restarle votos en noviembre entre las minorías y los votantes menores de 35 años, alarmados por el cariz de la matanza en Gaza.

Lo que una vez más llama la atención es la maniobra del Gobierno israelí de presentar la crítica a su comportamiento como una manifestación de antisemitismo. Un falseamiento de la realidad aplicado a intelectuales, profesores universitarios y a profesionales del mundo de la cultura, bastantes de ellos judíos, que no se han callado, han hecho declaraciones públicas contra la represalia sin límites en Gaza emprendida por Netanyahu y sus generales a lomos del sionismo confesional –extrema derecha– y han defendido la solución de los dos estados, un verdadero anatema para el fundamentalismo judaico.

Lo cierto es que no hay noticia de que se haya alzado una sola voz que niegue el derecho de Israel a existir. Lo que sí hacen los campus universitarios es criticar sin disimulo el comportamiento de un Gobierno que, como cualquier otro, está sujeto al escrutinio público. De lo contrario, el de Israel sería el único que, fruto de un proceso formalmente democrático, es inatacable, es una fortaleza inexpugnable a salvo de toda crítica. La pretensión de establecer un vínculo entre antisemitismo y crítica no es una novedad; la pretensión de acallar la protesta universitaria con este argumento falaz sí lo es. Dicho de otra forma: la acción terrorista de Hamás del 7 de octubre no legitima al Gobierno de Israel para llevar a la práctica una operación de limpieza étnica, de acoso indiscriminado a una multitud indefensa.

Desde que el Tribunal Internacional de Justicia aceptó la demanda por genocidio presentada por Sudáfrica, que contiene indicios probatorios a criterio de los magistrados, se ha consolidado en un amplio sector de la opinión pública el carácter reprobable del camino elegido por Israel. No hay en esa opinión cada vez más extendida asomo de apoyo a Hamás; solo las diferentes versiones de la extrema derecha se afanan en ver en ello un gesto comprensivo con el islamismo radical. Hay, en cambio, la reprobación de un comportamiento inmoral, aberrante, que puede desembocar en una segunda Nakba -catástrofe-, más dramática y multitudinaria que la de 1948, que llevó al exilio a 700.000 palestinos.

Tampoco tiene nada que ver con un antisemitismo repentino la constatación de que el Gobierno de Israel tolera los desmanes de los colonos contra poblaciones y propiedades palestinas, con participación frecuente del Ejército, en aplicación del programa del sionismo confesional, que presenta como un derecho irrenunciable la anexión de todos los territorios entre el río Jordán y el mar. Desde hace más de 30 años, la consideración de Cisjordania como parte del futuro Estado palestino es algo aceptado por la comunidad internacional sin que en tal aceptación desempeñe papel alguno el antisemitismo. Soslayar esa realidad y promover a toda máquina la multiplicación de asentamientos lleva inevitablemente a reforzar la impresión de que el propósito final es dar carta de naturaleza a una forma rediviva de apartheid, con ciudadanos de primera y de segunda, cercados por el muro de hormigón que siluetea los límites de Cisjordania.

Después del ataque israelí de Israel contra el Consulado de Irán en Damasco, el subsiguiente contrataque iraní sobre objetivos israelís y la respuesta limitada de Israel contra la ciudad de Isfahán se dijo que la imagen de Israel había mejorado a ojos de la opinión pública. Lo cierto es que la protesta en universidades de Estados Unidos, donde reside la comunidad de ascendencia judía con mayor capacidad de intervención en los asuntos públicos, induce a dudar de que tal mejora sea cierta. Son demasiadas las señales de desgaste de la imagen israelí, demasiada la agitación de los familiares de los rehenes en poder de Hamás, demasiadas las personalidades judías que en Europa y Estados Unidos piden que se detenga la matanza, como para concluir que algo se ha saneado la imagen de Israel. Si antes de la guerra de Gaza se dijo con frecuencia que Israel había perdido la batalla de la opinión pública, hoy con más motivo prevalece esa impresión. Como se han ocupado de explicar personajes tan poco sospechosos de antisemitismo como Shlomo ben Ami, exministro de Asuntos Exteriores de Israel, la primera condición para acabar con la pesadilla de Gaza y restaurar la imagen de Israel, es apartar del poder a Netanyahu y sus secuaces; mientras tanto, seguirá en caída libre.