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Emma Riverola

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Escritora

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La utopía de Sant Jordi

La festividad es un aparador precioso, también agobiante, agotador, el pavor de los introvertidos

Diada de Sant Jordi. Ambiente en La Rambla.

Diada de Sant Jordi. Ambiente en La Rambla. / FERRAN NADEU

Es una oda a la masificación. Un evento más comercial que cultural, lo sabemos. A menudo, las grandes colas las provocan autores que poco tienen que ver con la literatura. Mediáticos, influencers varios, cocineros, deportistas o gurús del momento atraen a un público que tanto busca un libro como una foto junto a su ídolo. Al lado del famoso de moda, el escritor sin gloria (comercial) espera la llegada de algún conocido. Al menos, no sentirse el mono triste de la feria. Sant Jordi es un aparador precioso, también agobiante, agotador, el pavor de los introvertidos. Una pantomima, se lamentan tantos. Una farsa en la que una multitud vive por un día -solo por un día- el hechizo de la literatura. La Cenicienta accediendo al baile. Las fotos quedan fantásticas: esas calles abarrotadas de gente, con libros y flores en primer plano y los escritores acaparando los focos. Inevitablemente, aflora el orgullo de sentirse una sociedad culta, amante de los libros y considerada con sus autores. Un espejismo, claro. Un vergel imaginado entre las áridas dunas de la cultura. ¿Un sueño hipócrita y vanidoso?

Sin duda, Sant Jordi tiene mucho de ensoñación, pero también debemos reconocer que no es la peor alucinación del mundo. Puestos a vivir una autosugestión colectiva, mejor es dedicarla a los libros que no a tirarnos los trastos por la cabeza. ¿Que es un gigantesco evento comercial? Sin duda. ¿Una suerte de Black Friday engalanado de cultura? Puede. Pero el entusiasmo popular no acompañaría la cita si no respondiera a una aspiración compartida. Y eso, en sí mismo, ya es todo un acontecimiento. Y, por qué no, una oportunidad.

Si a una multitud le gusta mirarse al espejo con un libro en la mano, es que se siente bien con el reflejo que percibe. Es posible que ese libro ronde unas semanas por la casa, esperando el momento de ser abierto, compitiendo con series y redes sociales, tratando de llamar nuestra atención. También es posible que acabe olvidado. Pero, al menos, habrá cumplido una función: convertirnos, por unas horas, en la reina del baile. Y, quién sabe, quizá consiga ganar algún asiduo. Porque el orgullo también es un poderoso acicate, ¿a quién no le gusta convertirse en su mejor versión? Entonces, Sant Jordi habrá cumplido su misión performativa, una ficción capaz de actuar sobre la realidad. 

Sant Jordi es el día en que las librerías se engalanan y se convierten en los establecimientos más queridos. En que muchas editoriales consiguen cuadrar sus números. Y que, incluso, se obra algún milagro. Porque ese autor que, entre triste y aburrido, solo consigue estampar un puñado de firmas podrá publicar su próximo libro gracias a la cola entusiasta que genera su compañero de mesa: el gurú del mindfulness. También, por supuesto, es el día en que puedes acercarte a tus autores admirados y llevarte esa firma que tanto tiene de fetiche. Sant Jordi nos permite vivir, por unas horas, la utopía de ser una sociedad que vibra con los libros. Alegre, pacífica y culta. Y no se me ocurre utopía mejor.

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