Escritor
Miqui Otero
Escritor
Una chapa sobre las chapas de Gaza en los Oscar
Que ni siquiera muchos se animaran a llevar la redondita roja con el corazón negro en los Oscar evidencia que hasta ese mínimo esfuerzo les parecía excesivo
Lo pueden intentar en su ducha, usando un bote de Fructis como estatuilla: en lo que tarda en calentarse el agua (unos 45 segundos, de los que pierdes 10 balbuceando) hay que acordarse de la tía-abuela que te dijo que eras especial, de la pareja, del equipo técnico de la película, de los otros nominados, para luego intentar subrayar la emoción de una idea memorable (y profunda) y a continuación sacarle hierro con un chiste.
Todo en el minutito escaso en que el semáforo cambia a rojo. Así que no es fácil recoger un Oscar.
Solo así me explico que solo un ganador de esta edición se haya acordado de mencionar a las casi 30.000 víctimas de la masacre en Gaza. Lo hizo Jonathan Glazer, al recoger su galardón por 'La zona de interés': se podría decir que fue sospechosamente ecuánime al poner en la misma balanza a las víctimas israelíes y palestinas (cuantitativamente, por no entrar en otras consideraciones, no pesan lo mismo), pero luego formuló una idea valiosa. La de que su peli sobre el Holocausto (y muchas otras similares) no hablan de algo que ya ha pasado, sino que intentan evitar que vuelva a pasar (o denuncian, en este caso, que está pasando).
Hubo una mención a la invasión de Ucrania (del responsable de una peli ucraniana) o un elogio de los que luchan “por la paz”. Este tipo de menciones son similares a esos eslóganes adolescentes que uno pegaba en la carpeta del instituto (“Imagínate que hay una guerra y nadie va”), pero, al menos, dejan constancia de que no somos unos psicópatas impermeables al dolor ajeno.
Otra forma en que los actores y actrices se posicionan mínimamente es con la chapita: ellos se la ponen en la solapa; ellas tienen bastante más mérito, porque pinzan el tejido carísimo de algún diseño de alta costura. Esta vez gente como Billie Eilish, Mark Ruffalo o Riz Ahmed lucieron un pin con un circulito rojo con una mano de “alto” y un corazón negro dentro. Había que estar informado para saber si era un broche masón o una chapa reivindicativa. Lo era: impulsada por Artists4ceasefire, pedía el alto al fuego en Gaza. Ponérsela suponía un gesto de mínimo músculo moral y, sin embargo, la usaron muy pocos.
Ahora se viene una chapa sobre la chapa. La chapita reivindicativa tiene una larga tradición. En la novela 'Intercambios', David Lodge la define como “un género literario, a medio camino entre el epigrama clásico y la poesía lírica imaginista”. En esa novela, un profesor inglés, que vuela a California en los setenta, las ve en la pechera de un joven. Un batiburrillo de mensajes: “Legalización de la marihuana”, “Hay un fallo en la realidad: el servicio se restablecerá rápidamente”, “Boicot al champán” o “Quemad los avisos de incorporación a filas”. También “Follar en grupo da la salvación” y “Boicot a las trufas”.
El autor de la novela hace sátira con esta cosa de pegarse en el cuerpo proclamas. En el instituto, hacíamos lo mismo: poníamos ahí todo lo que queríamos que nos definiera. A veces lo hacíamos con honestidad (creíamos en ello), otras por timidez (dejábamos dicho con esos símbolos lo que no nos atrevíamos a verbalizar) y muchas, por postureo (es más fácil ponerse una chapa que ser coherente con lo que esta dice). Yo, cuando era becario e iluso, entré en el despacho del director con una donde se leía: “No me pagan por pensar”.
Pero el caso es que las chapas son económicas, porque son baratas y porque permiten mostrar un mínimo de dignidad sin apenas esfuerzo. Que ni siquiera muchos se animaran a llevar la redondita roja con el corazón negro en los Oscar evidencia que hasta ese mínimo esfuerzo (por denunciar una matanza con pocos precedentes en el evento con más repercusión del planeta) les parecía excesivo.
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