La espiral de la libreta

Paseos diurnos con mi padre

Hay días en que uno se siente como la mosca que ha caído en la leche y ha conseguido escapar a nado, pero está demasiado empapada como para remangarse e ir al grano

Un parque.

Un parque. / Shutterstock

Olga Merino

Olga Merino

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Salgo de casa, y en el vestíbulo me topo con una pareja muy joven. «¿Conoce usted a Equis?». No, no tengo el gusto. «Equis es mi primo, ¿sabe? —dice el chico—. Lo llamamos al móvil pero no contesta. Estamos preocupados. Vive aquí, en un piso compartido». Me sumo a la pesquisa descartando en los buzones a los–vecinos–de–toda–la–vida y abriendo posibilidades en los nombres que me resultan desconocidos en esta atribulada finca de 1876, con un trasiego continuo de jóvenes, pues los alquileres en Barcelona se han convertido en una herida. Deduzco que habrá un par de viviendas comunales, sí. El piso turístico, en cambio, lo tengo ubicadísimo. Todo cambia.

Dejo a los chicos con su investigación y sigo a lo mío, que es acompañar a mi padre al hospital público para una ITV vascular. Me marcho pensado en que a Equis no le ha ocurrido nada malo, seguro, y en la tentadora idea de desaparecer borrando el rastro, como unas vacaciones de uno mismo, para reaparecer en otro lugar lejano con identidad distinta y vida inventada. Ausentarse. Hay días, decía Katherine Mansfield, en que uno se siente como la mosca que ha caído en la jarra de leche y ha conseguido escapar nadando, pero está demasiado empapada (de leche) como para remangarse e ir al grano.

Aguardamos turno en la sala de espera de blancura láctea. Siempre andamos en estado de espera, que bien llevada puede resultar gratificante. Cuando liquidamos el asunto, con otra visita para dentro de seis meses, mi padre está cansado, le duele la pierna, y propone que nos sentemos un rato. Escogemos un banco al sol en una sedienta zona ajardinada, donde conviven algunos enfermos ingresados en el hospital con los pacientes de consultas externas.

—¿Lo ves? —le digo—, estás hecho un chaval.

Mi padre me lanza una mirada de trinitrotolueno pero capta enseguida la ironía y sonríe:

—¡Si soy todo goteras!

Siempre fuimos dos púgiles mi padre y yo, pero a estas alturas ya de la categoría peso pluma. ¡Qué digo pluma! Minimosca. Otra vez, la mosca. Se está bien aquí, me digo observando a las personas que transitan por el jardín mustio y pensando en la absoluta necesidad de mantener la sanidad pública. Aunque todo transmute, algunos conceptos deberían permanecer soldados a la realidad como esos farallones que sacan pecho contra el mar. En el periódico leo que la Sanidad catalana ha aumentado apenas el 3,6%. Mientras en Madrid copan los titulares la amnistía y los ‘koldos’, aquí, en el viejo oasis sin agua, estamos en otra película, con un proyecto presupuestario, a vueltas aún con el ripio del Hard Rock, el enorme casino con forma de guitarra. Me temo que al final nos lo colarán.

—Bah, siempre sucede lo mismo —dice mi padre como si me hubiese leído el pensamiento.

Puede que se aturulle con los medicamentos y los nombres de las dolencias, pero a veces la edad le saca una lucidez más fina que la navaja de Ockham.

Vuelvo a casa. Han colgado un cartel en busca del desaparecido, un letrero que desaparece (también) al cabo de 24 horas.

Suscríbete para seguir leyendo