El ruido de España
Este país encabeza junto con Japón el ránking de más ruidoso del mundo
Julio Llamazares
Escritor y guionista. Autor de 'Luna de lobos', 'La lluvia amarilla', 'Cuaderno del Duero' y 'Atlas de la España imaginaria'.
Llamo a una amiga para felicitarle la Navidad y me responde desde Ginebra, a donde viaja, me dice, cada cierto tiempo para recordar sus años en esa ciudad suiza pero también -y son palabras textuales suyas- “para huir del ruido de España”. Mi amiga se refiere al ruido político y mediático pero también al de la calle, que cada vez es mayor según ella. Alguna razón tendrá, pues a continuación llamo a otro amigo, este vecino de una ciudad pequeña, y me cuenta que está desesperado con el ruido de los villancicos que durante doce horas diarias tiene que soportar procedente de un mercadillo navideño próximo. Y ello desde hace un mes, puesto que –también se queja– la Navidad cada vez empieza más pronto. Y luego llegan el Carnaval, y la Semana Santa con las procesiones, y los conciertos a todo volumen de las fiestas patronales y así sucesivamente, enumera en su desesperación.
Pensaba que era yo solo el que cada vez me daba más cuenta del ruido creciente de las ciudades españolas, incluso lo atribuía a que me hacía mayor. Pero no. Aparte de los dos citados, cada vez me encuentro con más personas que soportan de peor gana el estruendo acústico de un país que encabeza junto con Japón (éste por otras razones) el ránking de más ruidoso del mundo. Como paseante urbano, doy fe de que en Madrid ya es casi imposible hablar por teléfono mientras paseas y no tanto por el ruido de los coches y las motos como por el de las terrazas tan ponderadas y protegidas por la presidenta y de las que se eleva un ruido ensordecedor, pues parece que la gente, mientras toma una cerveza, no puede hablar sin gritar, pero lo mismo ocurre en cualquier bar del país, ya sea de ciudad o pueblo, donde es imposible mantener una conversación con alguien, pues no es que la gente hable alto, da voces. Incluso en las mismas casas, sobre todo en las reuniones con la familia o con los amigos como las que estos días tienen lugar, lo habitual es que se grite y no necesariamente porque haya una discusión. Es el carácter de los españoles, se ve, pues en ningún otro país sucede lo mismo, ni siquiera en esas ciudades sobrepobladas donde se entendería el ruido ambiental por el hacinamiento humano.
Lo peor es que las quejas de los que les molesta el ruido no solo no son atendidas sino que se consideran injustificadas –en el mejor de los casos– o fruto de un egoísmo que antepone la tranquilidad propia al negocio de otros y a las ganas de expresarse y divertirse libremente de la gente, en el peor. Leyes hay para proteger de la contaminación acústica a quienes la sufrimos (que somos todos, seamos conscientes o no de ello: los datos médicos de pérdida de audición entre los españoles cada vez son más alarmantes), pero, salvo en casos muy extremos, no se aplican como sí se hace con las de la contaminación del aire o medioambiental y, en cuanto a la respuesta de la sociedad, lo normal es que sea negativa y que al que protesta del excesivo ruido se le aconseje irse a vivir al campo o a Suecia. Incluso se apuntala esta recomendación con orgullo, como si el ruido fuera algo de lo que presumir. Pero malas fechas son éstas para señalarlo, así que lo único a lo que yo me atrevo es a pedir a los españoles que bajen un poco el volumen esta Nochevieja siquiera sea para poder escuchar las campanadas de los relojes que despiden el año y saludan al nuevo, que les deseo feliz y más silencioso.
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