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Podemos chocó con la realidad de la política

La secretaria de organización de Podemos, Lilith Verstrynge, con Ione Belarra e Irene Montero

La secretaria de organización de Podemos, Lilith Verstrynge, con Ione Belarra e Irene Montero / EUROPA PRESS

Albert Garrido

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La propensión de la izquierda a dividirse añade un nuevo capítulo a la historia con la salida de Podemos de Sumar y el desplazamiento al Grupo Mixto de sus cinco diputados. Nada tiene de sorpresa el movimiento de la nueva izquierda fundida en el crisol del 15-M, sumergida en la política de las cosas en coalición con el PSOE y desgastada en diferentes batallas por el poder, así en el plano interno como en la relación con las otras izquierdas. No ha querido, no ha podido o no ha sabido Podemos salirse de la imagen pública del enfado permanente y la disidencia a todas horas, ha opacado sus logros en los salones del poder y transmitido, en cambio, una creciente sensación de inconsistencia con la muy poco madurada pretensión de convertirse en la vara de medir última del compromiso de los gobiernos de Pedro Sánchez con las clases populares.

Si no fuese por el tiempo transcurrido desde los días de Julio Anguita en el Congreso, se diría que una de las fichas de la izquierda ha retrocedido varias casillas y se ha situado en aquella en la que figura el rótulo Las dos orillas de la izquierda. Esa discusión inacabable y a menudo estéril sobre en quién se encarna y en qué se traduce ser un partido de izquierdas, quién es más fiel al pensamiento y los objetivos de la izquierda y cuál es el camino para alcanzar la hegemonía cultural en el seno de la izquierda. Con la particularidad en el caso de Podemos de que vuelve al territorio de las dos orillas no con el partido mayoritario -la otra orilla-, que es el PSOE, sino con Sumar, que es un ejemplo bastante consolidado de posibilismo desde la izquierda, que parte de una tradición política diferente a la de la socialdemocracia, pero que no se siente en la obligación de empezar cada jornada con una andanada contra su socio.

Seguramente no ha digerido Podemos la tozuda realidad de los hechos, ese camino desde el gran momento en el año 2015, cuando una encuesta del CIS pronosticó el sorpasso -23,9% para Podemos; 22,2% para el PSOE-, a los cinco diputados de hoy, pero hay en medio errores propios, ajenos -del PSOE y de su presidente- y la presión de la derecha, más recalcitrante que nunca, que explican esa caída en picado. Fueron demasiadas las veces en la anterior legislatura que la dirección de Podemos, desde el Gobierno o desde el partido, disparó fuego graneado contra los socialistas. No hay duda de que varios dirigentes socialistas destacaron como profesionales de la descalificación del argumentario podemita, y qué duda cabe que la presión de la derecha, especialmente insistente en su labor de zapa, erosionó la percepción pública de la contribución de Podemos en algunos de los logros mayores del Gobierno. Pero no es menos cierto que demasiadas veces la disidencia de Podemos sirvió en bandeja a la derecha argumentos para arremeter contra el Gobierno.

De tal manera fueron las cosas que no es exagerado pensar que Yolanda Díaz actuó como gato escaldado cuando acotó con rigor extremo el terreno de juego de Podemos, más dispuesta a fajarse con los datos esenciales que configuran la realidad que a poner en un aprieto permanente a los socialistas. Es humanamente comprensible que la dirección de Podemos y adláteres se hayan sentido marginados, silenciados incluso -"[sus diputados] han sido constantemente violentados por Sumar”, ha dicho Pablo Iglesias-, pero son políticamente inasumibles muchas de sus actitudes y declaraciones despegadas de la realidad: de la testarudez de Irene Montero con el enfoque de la ley del solo sí es sí a las proclamas de Ione Belarra al poco de que Vladimir Putin invadiera Ucrania, de la radicalidad conceptual de Pablo Echenique a la crítica sin reposo del propio Iglesias, especialmente después de dejar el Gobierno. Podemos chocó con la realidad de la política; Yolanda Díaz no quiere hacer lo mismo.

Durante una cena en París con colegas de varios países, Jean Daniel manifestó hace años su convicción de que los partidos democráticos han de limitar su deseo de ser una guía moral universal. En ese apartado los excesos de Podemos han sido reseñables. Ser el más ecologista, el más feminista, el más igualitario y el más en otros muy variados órdenes produce cierto cansancio general. Como dijo otro francés ilustre, Maurice Duverger, en su época de eurodiputado, todos los programas son imperfectos y es mejor no aspirar a la ejemplaridad moral para no caer más adelante en la decepción. Es lógico que en los actos con la militancia se tienda a exaltar la ejemplaridad del partido; es un desatino recurrir al mismo vocabulario ante auditorios donde impera la diversidad, en instituciones que, con todos sus errores y carencias, acumulan decenios de experiencia en la brega política, en el pacto, en el stop and go.

El hecho es que el paso dado por Podemos debilita al Gobierno, aunque luego salgan adelante los Presupuestos con la mayoría de la investidura y queden a salvo un mínimo de dos años de legislatura. Y esa debilidad abre incógnitas ciertas en las tres próximas elecciones: País Vasco, Galicia y las europeas. En las dos primeras, porque está por ver cuánto a favor o en contra de las otras candidaturas de izquierdas pesa el hecho de que Podemos concurra por su cuenta; en las del Parlamento Europeo, porque puede ser relevante la contribución de los socialistas y de Sumar para contener a la extrema derecha, que con toda seguridad aumentará su representación en la Eurocámara, sin que haya garantía de que el PPE no se avendrá a un pacto con ella y no romperá con la larga tradición de gobiernos de la UE ahormados por conservadores, socialdemócratas y liberales.

Aunque este no fuera su propósito, el discurso de las dos orillas de la izquierda demostró en su día, segunda mitad de los 90, que favorecía el voto conservador o debilitaba el progresista -interprétese como se quiera-, y ese es un dato relativamente reciente de la historia política de España. A lo que cabe añadir hoy algo indiscutible: los números son los que son y el conglomerado arcoíris que sostiene a Pedro Sánchez es una estructura que fácilmente puede tender a la inestabilidad, aunque hace solo tres semanas que el nuevo Gobierno echó a andar.