Periodista y escritor. Miembro del Comité editorial de EL PERIÓDICO
Andreu Claret
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Netanyahu el Pequeño
Nunca pasará a la historia como aquel Alejandro el Grande que llegó hasta los confines del Indostán con un libro de Aristóteles en el bolsillo. Lo hará como un gobernante insignificante
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En octubre de hace 2.355 años, Alejandro III de Macedonia puso cerco a la ciudad de Gaza. Una efeméride que coincide con el asalto a lo que hoy llamamos la Franja de Gaza por parte del Ejército israelí. Para Alejandro aquella batalla fue el principio de una imponente hazaña militar y cultural. Arrasó Gaza porque era el camino más corto para llegar a Egipto. Nunca pretendió que su ocupación fuera parte de una guerra del bien contra el mal como reivindica Binyamin Netanyahu. Nunca se erigió en líder de un mundo civilizado confrontado al mundo oscuro. La guerra de civilizaciones es un invento más reciente, relacionado con las cruzadas. Un ardid que Netanyahu ha desempolvado para hacernos creer que sus soldados defienden no solo Israel, sino que nos defienden a todos nosotros frente a los bárbaros. Los palestinos de Gaza y de Cisjordania, y por extensión todos los árabes, maléficamente asociados a Hamás.
Pese a lo insufrible de los casi 16.000 civiles muertos, pese al desplazamiento de la población gazatí como si fuera ganado, lo más preocupante no es esto. Es el intento de hacer pasar esta guerra como la máxima expresión de una inevitable guerra de civilizaciones a la que se enfrentaría nuestro mundo. Lo grave es pretender que la guerra de Gaza es el principio de una cruzada judeocristiana contra las fuerzas del mal. Así la han leído los herederos políticos de quienes exterminaron a más de 10 millones de judíos. Esta derecha neofascista que negaba hasta hace poco el Holocausto se erige hoy en punta de lanza del apoyo a las políticas racistas de Netanyahu. Con Santiago Abascal acudiendo a Jerusalén para limpiar la afrenta que supusieron las críticas de Pedro Sánchez. ¡Vivir para ver!
Doble argumento
En sus sueños húmedos, Netanyahu se nos presenta como una suerte de Alejandro que, desde un lugar pequeño, como Macedonia, pretende civilizar el mundo. La narrativa que acompaña la erradicación de Gaza se basa en un doble argumento. Uno, que podría ser compartido, hasta cierto punto, si hubiera contención y respeto de la legalidad internacional: el de una respuesta al ataque perpetrado por Hamás el pasado 7 de octubre. Digo hasta cierto punto porque, como bien dijo el secretario general de la ONU, António Guterres, aquella atrocidad no surgió de la nada, ni de un supuesto carácter maligno de los palestinos. Sin que suponga justificar ni uno solo de los 1.400 'kibutzniks' muertos por Hamás, lo ocurrido se inscribe en una política de continua ocupación colonial, de medio siglo de violación de las resoluciones de la ONU y de deshumanización de los palestinos. El otro argumento, al que Netanyahu se aferra a medida que el mundo se escandaliza, es el de la guerra de civilizaciones. La absurda equiparación que hizo entre Hamás y el ISIS no tenía otro objetivo que el de llamar a Occidente a tomar partido. O por Israel (asociado a civilización occidental), o por los árabes (equiparados a Hamás). No creo que Netanyahu haya logrado su objetivo. Y si yo fuera un judío israelí, no me fiaría de los apoyos de esta derecha europea más extrema. No vaya a ser que solo busque un filón para promover su islamofobia mientras deja para tiempos mejores su antisemitismo.
Alejandro no se andaba con chiquitas. Cuando conquistó Gaza, mató a todos los hombres y vendió a las mujeres y los niños en los mercados de esclavos del Oriente Próximo. Pero para él, Gaza no era parte de ningún imperio del mal. Era la puerta de entrada a Egipto. Una etapa en un camino iniciático que le llevó hasta el oasis de Siwa, donde consultó al oráculo de Amón, y hasta Menfis, donde los egipcios le ungieron faraón porque respetó a sus dioses. Es más, él y sus sucesores trabajaron por lo que hoy llamaríamos la interculturalidad, creando un dios sincrético y fundando Alejandría.
Netanyahu no está por el diálogo cultural. Está por imponer un Estado judío a todos los que viven desde el río (Jordán) hasta el mar. De este modo, nunca pasará a la historia como aquel Alejandro el Grande que llegó hasta los confines del Indostán con un libro de Aristóteles en el bolsillo. Lo hará como un gobernante pequeño, insignificante. El que más habrá hecho para impedir un Estado palestino y el que menos habrá contribuido a garantizar el futuro de Israel.
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