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Anne Teresa de Keersmaeker: baila la vida

La coreógrafa belga, como la danza contemporánea, bebe de unas pioneras que rompieron con el encorsetamiento del ballet clásico

Retrato de la bailaria y coreógrafa Anne Teresa De Keersmaeker.

Retrato de la bailaria y coreógrafa Anne Teresa De Keersmaeker. / Johan Jacobs

Emma Riverola

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Descalzarse. Deslizar la planta del pie sobre el suelo. La superficie quizá es áspera y cálida. O fría y pulida. O mullida y acogedora. Mover suavemente los dedos, como si buscaran las teclas de un piano. El dedo gordo pulsa con fuerza, el resto le sigue como una cadena. Respirar hondo. Cerrar los ojos y sentir la música. O solo el cuerpo. Los pies empiezan a despegarse del suelo. El cuerpo se mece, se agita. Los músculos quieren despertar de la coraza de la urgencia. Se encogen, se desperezan, se extienden, se desdoblan. La mente se torna materia. El mundo no desaparece, está más presente que nunca, solo que el cuerpo está en él, atravesándolo. Bailar para uno mismo, bailar para mostrarse. Bailar, al fin, para celebrar la vida.

Anne Teresa de Keersmaeker, referente de la danza contemporánea, bailó en el Mercat de les Flors de Barcelona. Su cuerpo de 64 años se fundió con las ‘Variaciones Goldberg’ de Bach y, durante dos horas, compuso un solo de latido sobrio, elegante, libre y, a la vez, obsesivamente encajado a la partitura. “No sé hasta cuándo voy a seguir bailando”, confesó en una entrevista. “¿No danzan las estrellas, los animales, las nubes y las olas?”, apuntó. Y ese interrogante aparentemente ingenuo responde de forma categórica a todos los complejos o temores con los que solemos enfrentarnos a nuestro cuerpo. Aún más cuando eres mujer y la piel, las articulaciones y los huesos se alejan de la juventud.

Keersmaeker (Malinas, Bélgica, 1960) empezó a bailar a los 10 años. La tercera de cinco hijos nació en una granja a las afueras de Bruselas. Cuando pidió clases de baile, su madre contrató un profesor e improvisó un estudio en el que la niña practicó todo tipo de bailes e improvisaciones. Más tarde, su formación corrió por las más prestigiosas escuelas, pero quizá fue aquel inicio peculiar el que marcó su concepción de la danza. Con poco más de 20 años ya era un referente internacional en danza contemporánea. 

La obra de Keersmaeker transita entre el baile más cerebral y los movimientos más emocionales, una suerte de alianza entre minimalismo y expresionismo. Es capaz de sublimar la repetición, sumiendo al público en un estado casi hipnótico, pero también de coreografiar ‘West Side Story’ en Broadway. Ha elevado la simbiosis entre la danza y la música, creando diálogos precisos, deslumbrantes e inconformistas. El mapa de la partitura la ha llevado de Bach a Brian Eno, de la música polifónica flamenca a John Coltrane. Incluso ha sido capaz de incorporar la cadencia de un discurso de Fidel Castro o el recitado de unos textos de Tolstói. Coreógrafa audaz e innovadora, nunca ha dejado de bailar.

Keersmaeker, como la danza contemporánea, bebe de unas pioneras que rompieron con el encorsetamiento del ballet clásico. Mujeres que, a caballo del siglo XIX y XX, buscaron nuevas formas de expresión, que huyeron de las zapatillas de punta, desnudaron sus pies y liberaron sus cuerpos. Ahí está Isadora Duncan conmocionando al público, cubierta con túnicas inspiradas en la antigua Grecia, despreciando los pasos marcados y, también, las convenciones sociales. Y, antes, su maestra, la impactante Loïe Fuller. Esa mujer de danza fantasmagórica, cubierta de cientos de metros de seda que hacía ondular y que supo crear trucos innovadores de iluminación escénica. Cautivó a poetas y escritores, pero no siempre al público. Al menos, no en Barcelona. Cuando actuó en 1902, en el teatro Novedades, los espectadores la abuchearon. Pero no todos, en platea, de pie, el pintor Isidre Nonell aplaudió de forma apasionada. Después, un grupo de entusiastas la invitaron a cenar a ‘Els Quatre Gats’, Ramon Casas la dibujó. 

En 2011, Keersmaeker acusó a Beyoncé de plagiar elementos de su icónica ‘Rosas Dants Rosas’ (1983) en un videoclip. La cantante reconoció la “inspiración”, y la coreógrafa hizo una invitación pública a bailar el mismo pasaje de la obra. Más de 1.500 personas de todo el mundo respondieron al reto, se recogieron más de 10 horas de metraje. Niños, adolescentes, hombres, mujeres de todas las edades, también embarazadas, se lanzaron a interpretar el baile. El metro, una oficina, un callejón, un hangar, una playa, una azotea o un bosque fueron algunos de los escenarios. Los movimientos de Keersmaeker parieron miles de expresiones, de matices… de vida. Quién sabe, quizá hasta las estrellas, los animales, las nubes o las olas danzaron.  

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