Opinión |
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Desciende silenciosa

La noche de la Purísima tiene, en Catalunya, esta tradición de las luminarias (e incluso damascos) en los balcones. O tenía. Ahora, esa luz tenue que avisaba del inicio del adviento, se ha desvanecido

Encendido de las luces de Navidad hace un año, en la era de Instagram.

Encendido de las luces de Navidad hace un año, en la era de Instagram. / FERRAN NADEU

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

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Aún habrá alguien, en algún pueblo, en alguna capital que no haya cedido ante la ola de la modernidad amorfa, que cuelga luminarias en los balcones la noche de la Purísima. Por el recuerdo que tengo, no eran exageradas ni parpadeaban, no eran intermitentes ni ruidosas. Hay de estas ahora: luces que hacen ruido, si es que se me permite la exageración sinestésica, luces que emiten musiquitas. Pero volvamos a las de la noche del 8 de diciembre. Eran humildes bombillas de poca potencia que, engarzadas en un tablón, colocado el tablón sobre la barandilla del balcón, emitían una débil, muy débil, incandescencia en honor de la Virgen María, de quien se celebraba no que fuera virgen (este es un error habitual), sino que hubiera nacido sin el pecado original, un estigma que arrastramos el resto de humanos y del que nos liberamos gracias a la redención que ofrece Jesucristo. El Dios que se hizo hombre no podía llegar al mundo con la mácula que él mismo tenía que encargarse de limpiar. Por eso la Virgen es pura. Los protestantes reniegan de esta aseveración –que es un dogma católico desde el siglo XIX, a raíz de la bula 'Ineffabilis Deus', de Pío IX– porque consideran (y no es un criterio desaforado) que todos, incluida la Virgen María, necesitamos de la salvación que propone su hijo y porque, reduciendo la cuestión al absurdo, si ella fuera pura también tendría que haberlo sido su madre, y la abuela de María y todo su linaje hasta la extenuación de los tiempos. Bien, todo esto de que les hablo, hoy, apenas tiene sentido, porque es un detalle que no interesa a casi nadie. Y no hablo de ello para hacer apología religiosa (muy lejos de mi intención), sino para constatar que estas cosas pertenecen al legado perdido de una sociedad que ya no existe.

Sea como fuere, con o sin dogma, la noche de la Purísima tiene, en Catalunya, esta tradición de las luminarias (e incluso damascos) en los balcones. O tenía. Ahora, esa luz tenue que avisaba del inicio del adviento (en muchas casas se hacía el pesebre el 8 de diciembre y se mantenía hasta otra fiesta de la luz, el día de la Candelaria), se ha desvanecido. Era una noche donde “el aire se templa y el mundo se calla”, como escribió Joan Maragall. Ahora, la cuestión es inaugurar árboles metálicos con fanfarria y muchos leds de todos los colores. Si, pasando por la calle (no pierdo la esperanza, también humilde), veo una ristra de bombillas blancas en un balcón, recordaré aquella noche de antes, que “desciende silenciosa” y que Maragall hace rimar con “hermosa”.

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