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Kissinger, el mago temible de la Realpolitik

Richard Nixon (izquierda) y Henry Kissinger, el 16 de septiembre de 1972.

Richard Nixon (izquierda) y Henry Kissinger, el 16 de septiembre de 1972.

Albert Garrido

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La muerte de Henry Kissinger sume en el silencio la voz del secretario de Estado más influyente de la historia de Estados Unidos. Más allá de su legado académico y personal -una veintena de libros- y de las múltiples áreas de sombra de su biografía como consejero de Seguridad Nacional, primero, y de secretario de Estado, después, en el enfoque que dio a la diplomacia durante las presidencias de Richard M. Nixon y Gerald R. Ford se encuentra la culminación de lo que cabe etiquetar como la sistematización de la guerra fría hasta convertir tal campo de operaciones en un mecanismo de seguridad, injusto y moralmente reprobable, pero eficaz y a salvo de imprevistos. Algo a lo que también contribuyó en grado sumo Andrei Gromiko, ministro de Asuntos Exteriores de la URSS entre 1957 y 1985.

Ningún secretario de Estado antes de Henry Kissinger tuvo su influencia intelectual y ninguno de sus predecesores y sucesores se atuvo a una visión de las relaciones internacionales y del equilibrio de poderes tan explícita. Desde su primer libro, Un mundo restaurado (1957) hasta Orden mundial (2014), pasando por White House years (1979) y Diplomacia (1994), hay una concepción del sistema de pesos y medidas que debe tutelar una superpotencia con sus aliados que es mucho más que la digresión de quien fue profesor de Harvard durante 17 años. Con ingredientes heredados de diplomáticos y estudiosos como George F. Kennan, con su famoso telegrama largo de 1946, enviado desde Moscú, y la subsiguiente doctrina de contención del enemigo comunista. Y con raíces todos ellos en una versión sin reservas de la Realpolitik.

De ese realismo descarnado fluyó el desenlace cruento de la guerra de Vietnam, la normalización de relaciones con China, la política de coexistencia pacífica con la URSS, la complicidad en el golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de Salvador Allende, el apoyo a las dictaduras de América Latina y su capacidad para procurarse un área de confort en el ocaso de la Administración de Nixon, cuando el escándalo Watergate dio pie a una causa general contra la Casa Blanca y su entorno, cómplice de las tropelías del presidente. Más que maquiavélico fue un personaje escurridizo que aplicó a sí mismo una máxima que él acuño: “La historia no conoce lugares de descanso".

Nunca fue Kissinger un malabarista apegado a participar en el gran circo de la diplomacia o un funambulista en busca de equilibrios imposibles, sino que se mantuvo sujeto a las enseñanzas de la historia y a sacar consecuencias a la altura de la realidad del siglo XX, aunque actuar según tales enseñanzas le llevaran con frecuencia a activar resortes ominosos. Sí fue alguien capaz de dominar el escenario incluso en los peores días y en las situaciones menos defendibles, más deleznables, más alejadas de la moral y la paz perpetua kantiana a la que en alguna ocasión se refirió. Tuvo la extraña habilidad de presentarse siempre como quien todo lo sabe, al punto de que se le atribuye una broma que se non è vera, è ben trovata: “Podría ser ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética sin problemas”. El titular del editorial que el jueves le dedicó The New York Times es por demás elocuente: “Henry Kissinger, el hipócrita”.

Sus dotes para la hipocresía invalidaron el vaticinio del periódico Le Monde cuando en agosto de 1974 describió a Kissinger como “el mago que perdió su barita”, a propósito de la crisis abierta por el asesinato del embajador de Estados Unidos en Chipre después de la invasión turca de la isla. Tres meses más tarde se reunieron en Vladivostok los presidentes Leonid Breznev y Gerald Ford para avanzar en un acuerdo trascendental para frenar el crecimiento exponencial de los arsenales nucleares, un pacto diseñado por Kissinger y Gromiko. El léxico asociado a la guerra fría -equilibrio del terror, coexistencia pacífica, destrucción mutua asegurada y términos por el estilo- pasó de las cancillerías a los medios y redujo los riesgos. El ave Fénix renació de sus cenizas y siguió en el Departamento de Estado hasta el 20 de enero de 1977.

Para el editorialista de The New York Times, Kissinger entendía que “la credibilidad estaba arraigada en lo que uno hacía más que en lo que defendía, incluso cuando esas acciones invalidaban los conceptos estadounidenses de derechos humanos y derecho internacional”. El prestigioso quincenal The New Republic no se anda por las ramas: “Toda la muerte y miseria que dejó a su paso fue un mero subproducto de su decidida búsqueda del poder de la élite”. Es una forma contundente de resumir la opinión que del personaje siempre tuvieron los liberales de Estados Unidos y la izquierda europea, que vieron en la doctrina kissingeriana todos los ingredientes reprobables de la Realpolitik, mientras que el orbe conservador, primero, y los neocon, más tarde, hallaron en él el genuino intérprete de lo que debe ser la política exterior de una superpotencia.

“Vivimos en un tiempo maravilloso, en el que el fuerte es débil debido a sus escrúpulos y el débil se fortalece debido a su audacia”, declaró en cierta ocasión Kissinger cuando ya se había apartado de la política. En esos escrúpulos sobrevenidos veía un síntoma de vulnerabilidad porque quizá él nunca los tuvo cuando optó por la contundencia para sorpresa incluso de altos funcionarios bregados en mil batallas como William Rogers, primer secretario de Estado de Nixon. Lo que importaba era el objetivo; importaba menos cómo se alcanzara siempre y cuando no se traspasara la línea roja del riesgo nuclear. No deja de ser llamativo que en una de las últimas páginas de Orden mundial dejara escrito lo siguiente: “Lograr el equilibrio entre los dos aspectos del orden -poder y legitimidad- es la esencia del arte de gobierno. Los cálculos de poder sin una dimensión moral transformarán cualquier desacuerdo en una prueba de fuerza”.