Divagaciones en el sillón reclinable del dentista
Sobre los diarios: la vida corriente como género literario
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Una clínica dentista. / JESUS DE ARCOS
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Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Los dientes, ay. Ni los grandes maestros de la pluma tuvieron bula con los padecimientos bucales, que a menudo consignaron en sus escritos: a Josep Pla le pesaba tanto la dentadura postiza que su dentista, el «muy experto» doctor Sabater, tuvo que hacerle varios moldes. Katherine Mansfield se preguntó en una carta a un amigo por qué puñetas no nacimos con los piños de latón. A Chéjov lo acosaron en Niza unos dolores de muelas de subirse por las paredes. Y Quevedo definió el de sacamuelas como el oficio «más maldito del mundo», pues no sirven sino para «desplantar bocas y adelantar la vejez». Desde luego, la vida con sanguijuelas y sin anestesia debía de emparentarse con el averno.
Para infundirme ánimos, cada vez que acudo al dentista pienso en el peruano Fernando Iwasaki y en su novela titulada ‘Neguijón’, pues así llamaban en el Siglo de Oro al gusano imaginario que anidaba en las encías y taladraba las muelas, infligiendo a los cristianos los más atroces tormentos, que los barberos trataban de atajar con instrumentos también luciferinos, tales como el descarnador, el punzón o el botador de palanca. Debí, no obstante, escribir «acudía», como un asunto del pasado, ya que la aprensión ha dado un vuelco radical desde que mi amiga Tonia me habló de su doctor y del equipo que lo acompaña, como quien lega un precioso secreto.
El cielo de la boca
La inyección de sedante en el velo del paladar sigue constituyendo un pensamiento atroz, pero más en el territorio de la imaginación tentacular que en el de los tangibles. Ahora acudo a la consulta como Cenicienta al baile, casi contenta, y me recuesto confiada en el sillón reclinable, sobre todo desde que Tonia señaló una pasión triplemente compartida: la lectura de diarios. Han sobrevenido interesantes conversaciones desde entonces. Morimos por Chirbes; por el norteamericano John Cheever podríamos matar.
Hará cosa de un mes, el doctor Carlos Bru de Sala Oms, que así se llama el odontólogo, me confió sus diarios, los que escribió durante el fragor del ‘procés’ y la pandemia de coronavirus hasta hoy, cuya lectura, aparte de un estupendo regusto, invita a reivindicar la vida corriente como género literario. La épica de levantarse cada día y andar. Un ego inflamado jamás construirá un buen dietario; tampoco los hará un pensamiento blandengue. Los mejores conjugan la autenticidad con una mirada sagaz que sabe saltar del gran angular a la lente del microscopio. En cuanto al predicamento de que el género goza, el poeta y diarista Enrique García-Máiquez ha dado, creo, con la respuesta: puro instinto de conservación de un yo acosado por la velocidad y la superficialidad de estos tiempos. Una última defensa de lo íntimo frente a la masificación y el plástico.
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