Escritor.
Juan José Millás
Escritor.
Por mera sensatez
No podemos perder a los desamparados de este mundo, a los huérfanos, a los desabrigados, los inermes. Los necesitamos tanto como ellos a nosotros
Las medicinas contra el envejecimiento (“antiaging” las llaman) hacen furor. Sé de personas de mediana edad que se toman 30 o 40 cápsulas diarias de antioxidantes, calcio, probióticos, enzimas, magnesio y vitaminas, entre ellas, y de forma muy especial, la D, que posee efectos antinflamatorios. Además de eso, hacen ejercicio y procuran llevar una dieta equilibrada. Si te montas en un ascensor con diez prójimos, uno de ellos parecerá más joven de lo que es gracias a estos cuidados intensivos. Parecer más joven de lo que se es se ha convertido en tendencia en los últimos tiempos.
-¿Cuántos años me echas?
-No sé, cuarenta y dos.
-Pues tengo cincuenta y cuatro, jajá.
Quizá en las entrevistas de trabajo no tarden en puntuar este aspecto. Por cada año que el candidato represente de menos, un punto más para obtener el puesto.
Significa que se está perdiendo el derecho a la fragilidad. No es que estuviera en ninguna constitución ni en ninguna ley, pero habíamos alcanzado, creo yo, un acuerdo según el cual un número equis de personas podía ser inestable, inconsistente, flaca, blanda, floja, no sé. El mundo necesita gente de este tipo, individuos que se acobarden ante las dificultades de la vida, que lloren ante las desgracias propias y ajenas, que no tengan fuerzas para levantarse de la cama cuando fuera hace más frío o más lluvia o más desesperación de lo esperable.
El mundo necesita niños. En todas las familias debería haber tres o cuatro bebés, no por bebés, sino por indefensos. No podemos perder a los desamparados de este mundo, a los huérfanos, a los desabrigados, los inermes. Los necesitamos tanto como ellos a nosotros, y digo nosotros como si yo mismo me incluyera entre los fuertes. Procuro serlo, la verdad. Tomo melatonina y demás suplementos alimenticios que prometen un bienestar inalcanzable. Pero me fragilizo con frecuencia también y no me fragilizo con sentimiento de culpa, sino como el que ejerce un derecho que debería tener algún reconocimiento oficial por puro sentido común. Por mera sensatez. ¡Ay, ay!
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