Manual de la decadencia
Estábamos, de pronto, en ese escenario en el que tienes el éxito delante de las narices y no lo distingues
Juan Tallón
Escritor.
Quizás me apresuré al concluir que la decadencia humana comienza más o menos a los seis años. Ahora, con lo que sé, creo que retrasaría la llegada de ese fatal momento a los ocho. En ese par de años de diferencia pasan algunas cosas fascinantes que aún te hacen creer que lo mejor está por venir. Así que los ocho años, sí, es un umbral bastante razonable para empezar a pensar que, partir de ese punto, peligro. Acecha el crepúsculo.
Me convencí hace unos días, cuando recibí una notificación del colegio de mi hija, y al acceder a la aplicación vi las notas de los tres últimos controles. Como estábamos todos juntos en el sofá, empecé a cantarlas en alto, con cierta fruición: lengua galega, un diez, ciencias naturales, un nueve con setenta, ciencias sociales, un ocho con setenta y cinco. «¿Ocho con setenta y cinco?», saltó la niña como un resorte del sofá, llevándose las manos a la cabeza. «¿En serio, papá? ¿Ocho con setenta y cinco?», repitió. Yo asentí, y ella dejó escapar un desolador, atroz «Pff». El mundo parecía haberse acabado. Y a lo mejor era cierto.
Pero a esta qué le pasa, pensé. ¿Estaba decepcionada? ¡Sacaba un ocho con setenta y cinco y estaba decepcionada! Ya está, me dije. Se acabó. Adiós. La decadencia del ser humano acababa de asomar en una niña de ocho años. ¡Tenía ambición! Empezaban, en ese instante, las grandes confusiones de la vida. Eran tan agradables los fines de semana, no hace nada, en los que íbamos juntos a las carreras y, si llegaba la última, regresábamos contentísimos a casa. Eran esos días en los que ni se esforzaba. No veía diferencia entre llegar primera, cuarta, y ser el farolillo rojo. Lo bonito era acabar en la pizzería después de la prueba de un kilómetro, y comer hasta que nos doliese la barriga.
Llega siempre la hora en que todo se confunde. Las líneas se vuelven engañosas, y algunos días no sabes si estás bien o si estás mal, si ganaste o te dieron una paliza, si hiciste lo correcto o lo que no debías. Estábamos, de pronto, en ese escenario en el que tienes el éxito delante de las narices y no lo distingues. Te parece poca cosa, quieres más, te acostumbras a la insatisfacción. Qué pasaría, pensé, el día que sacase un cero. Cierto que no es fácil sacar un cero. Ni buscándolo con todas tus fuerzas. Al final, algo puede salir un poco bien, y emborronar tus propósitos.
No distinguir un éxito era quizá el paso previo a no distinguir un fracaso, como le pasó hace unos meses a la compañía de Elon Musk que lanzó la nave Starship al espacio, y a los pocos segundos explotó, lo que constituyó, según ellos, una victoria prodigiosa. El cohete que la propulsaba era el más potente de la historia, así que el éxito resultó aún más rotundo. Tres días antes de la triunfal voladura ya había habido un intento de lanzamiento, cuando una válvula defectuosa frustró el despegue. Es decir, el éxito se venía venir de lejos. A lo peor alcanzamos ya ese punto en el que ganar y perder son lo mismo. Lo que no deja de tener ventajas. E inconvenientes.
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