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Israel desborda en Gaza el derecho legítimo a defenderse

El primer ministro de Israel, Binyamín Netanyahu, visita a militares de la Armada.

El primer ministro de Israel, Binyamín Netanyahu, visita a militares de la Armada. / Amos Ben-Gershom / Europa Press

Albert Garrido

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El próximo martes se cumplirá un mes del inicio de la guerra de Gaza. La extensión del conflicto amenaza la estabilidad en Oriente Próximo, emite señales constantes de extensión a Cisjordania y al sur del Líbano, y abre un sinfín de incógnitas mientras el recuento de bajas no deja de crecer entre la comunidad palestina de la Franja. Se dijo al principio que el primer ministro de Israel, Binyamin Netanyahu, dudaba entre una guerra corta e intensiva y una guerra larga y con daños acotados; al final ha optado por una contienda larga e intensiva, con bombardeos de saturación y la asfixia de la población palestina en todos los ámbitos. Nada parece suficiente, sin embargo, para que los aliados tradicionales de Israel en Occidente se movilicen para detener la carnicería, para aprovechar la progresiva deslegitimación del Gobierno israelí ante una opinión pública horrorizada por la matanza en curso, que incluye la muerte de más de 3.500 niños.

Un funcionario israelí ha dicho al semanario británico The Economist que “es limitada la ventana de legitimidad internacional” de Israel. Según la misma publicación, la única forma de que pueda ampliarse la antedicha ventana con los aliados occidentales y los dirigentes árabes moderados es que Israel dé muestras de estar dispuesto a presentar una propuesta de futuro para los palestinos después de domeñar a Hamás. Un futuro que, cabe añadir, debe incorporar un calendario para la concreción práctica de la solución de los dos estados, llena de dificultades enormes, pero que el presidente de Estados Unidos y la Comisión Europea entienden como el único desenlace equilibrado del conflicto.

Claro que invocar tal solución, tal salida, se antoja apostar por un caballo perdedor, porque mucho antes de la mortandad acrecentada por la sangría de ahora, fueron varias las ocasiones en las que la alternativa de los dos estados estuvo al alcance de la mano y siempre acabaron apareciendo obstáculos insalvables. Los que ahora asoman en el horizonte son los que siempre hicieron imposible la operación, más algún otro que agrava el problema. El filósofo Edgar Morin cita por lo menos dos. El primero que menciona es este: “El número de intelectuales judíos universalistas sensibles a todas las formas de opresión, humillación y colonización ha disminuido en favor de los intelectuales sensibles sobre todo al destino de Israel y, para algunos de ellos, la Torá ha sustituido al Manifiesto Comunista”.

Qué duda cabe que este es un obstáculo mayor a tener en cuenta. Pero cita un segundo poco menos que definitivo: “Es difícil ver la posibilidad de un Estado palestino que incluya a 800.000 colonos israelís [en Cisjordania] que le son radicalmente hostiles, y es difícil ver a Israel retirando sus asentamientos”. La evacuación israelí de la Franja de Gaza en 2005 no puede tomarse como referencia porque afectó a un número relativamente pequeño de colonos; porque el ecosistema político del momento era muchísimo menos abrupto que el del presente.

Hay un tercer factor trascendental: el propósito del Gobierno israelí, recogido en un documento mencionado por diferentes medios, según el cual el objetivo final de Netanyahu es expulsar de la Franja a 2,2 millones de personas, despacharlas a diferentes países árabes y europeos y repoblar el territorio con, es de suponer, ciudadanos de Israel. Ojalá se tratara solo de una fantasía surgida de alguna mente alucinada, pero el desgaste moral de esa guerra hace que cualquier disparate inhumano se antoje posible. Porque la degradación de las conciencias es de tal calibre que todo parece que se puede justificar con el derecho a la defensa, incluso una operación de limpieza étnica de gran calado, una segunda nakba -catástrofe- como aquella otra de 1948 que expulsó de sus hogares a no menos de 700.000 palestinos.

Tiene una parte de Israel el convencimiento insólito de que la Shoa -el Holocausto- confiere una “ventana de legitimidad internacional” ilimitada. Algo que mentes lúcidas como David Grosmann niegan, pero que se ha convertido en algo asumido por diferentes sectores sociales que han tendido a sacralizar la existencia de Israel, a suministrar argumentos para legitimar en cualquier momento y circunstancia el derecho del Estado a responder a sus adversarios sin cortapisas, a contestar a cuantos ven en la batalla de Gaza una violación flagrante del derecho internacional humanitario. Diríase que los descendientes de las víctimas de la Shoa no han sabido honrar la muerte de seis millones de inocentes, sino que recurren a ellos con harta asiduidad para justificar sus desmanes, como si la sangre de los campos de exterminio justificase la que se vierte ahora. Hay en todo ello una manipulación flagrante de los espíritus, un desprecio nauseabundo por las víctimas de la historia.

Cuantos invocan la necesidad de lograr como mínimo corredores humanitarios para que entre la ayuda en Gaza -hasta ahora la ha recibido en dosis homeopáticas- y piden que se acuerde un alto el fuego sin demora, pero no hacen nada, que se sepa, para alcanzar tales objetivos, están más obligados que nunca a actuar. Basta prestar atención a la calle para concluir que todas las cumbres, declaraciones y buenos propósitos no mitigan la alarma de una opinión pública que contempla todos los días en los medios de comunicación la política de tierra quemada decidida por Netanyahu y sus generales. Mover ficha es una exigencia moral, una necesidad imperiosa para evitar que la propaganda relativice la densidad del drama.