Limón & vinagre

Antonio López, la epifanía que se ralentiza

Quizás uno de sus secretos es la investigación obsesiva por el paso del tiempo, la necesidad de dejar constancia de la lenta evolución de los seres y los objetos

Barcelona salda su deuda histórica con Antonio López con una retrospectiva en La Pedrera

Antonio López: "No entiendo al ser humano, pero me gusta cómo es. La vida me gusta"

Exposición de Antonio López en La Pedrera

Exposición de Antonio López en La Pedrera / ALBERTO PAREDES / EUROPA PRESS

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

En el documental de Josep M. Civit que puede verse en la exposición retrospectiva de Antonio López, en La Pedrera, hay un momento emotivo, cuando el artista contempla el busto de María Moreno, Mari, su mujer, cuando lo palpa y evoca su ausencia. Hay otro de sincera satisfacción personal (inusual en el pensamiento de López) cuando se reencuentra con una escultura ('Figura de mujer. Fátima') que representa a una chica desnuda, con el cabello recogido en un pañuelo. Mientras se aleja del busto, susurra: "... cuando algo te queda bien...". En otro fragmento de la cinta, López habla de Velázquez y de su propia concepción del arte. Dice que cada uno tiene un mundo y que llegas a él sin saber cómo: "Velázquez lo encontró enseguida, cuando tenía 18 años, en Sevilla. Cuando pinta 'Vieja friendo huevos' ya lo ha encontrado. Pinta la vida".

No es demasiado atrevido creer que Antonio López también localizó pronto ese universo propio, entre Tomelloso y Madrid. Todo lo que vendrá después se intuye, aun con algunas gotas de surrealismo, en 'Niño con Tirador' o 'Niña muerta', y estalla con aquella maravilla que es 'La Alacena'. Él mismo afirma que su trabajo le ha anclado mucho "a un lugar concreto; hay cuatro o cinco temas que se repiten con variaciones: flores, interiores, exteriores, niños, desnudos". Es un mundo familiar, sin énfasis, con una obsesión por el detalle, por la esencia de las cosas, por la cotidianidad más anodina.

En la exposición de La Pedrera oigo a un visitante que dice: "Lo de Sorolla sí que es arte y es bonito; pero para mí ese López no tiene ninguna gracia; ¿qué gracia tienen estas calles vacías y las habitaciones de una casa o una cena?". Justamente lo dice ante unos dibujos de su casa que se asemejan a las desoladas estancias de Hammershøi, pero aquí no hay interiores nórdicos sofisticados, sino una lámpara que cuelga del techo de un lavabo, con una taza de inodoro al fondo.

En cambio, una mujer que va en silla de ruedas observa con atención, casi con reverencia, la serie de las rosas que se marchitan, "la transformación de esas flores hacia la destrucción". Una chica que mira el proceso confiesa a su amigo que ella nunca sabe cuándo toca lanzar a la basura las flores que se han marchitado. Quizás este es uno de los secretos de Antonio López, la investigación obsesiva por el paso del tiempo, la necesidad de dejar constancia de la lenta evolución de los seres y los objetos.

6 de enero

Me permito pensar que el azar de nacer un 6 de enero, Día de la Epifanía, marca la trayectoria del pintor. Epifanía es la manifestación de una divinidad, pero también de la naturaleza de las cosas. Es un momento en el que la gracia se hace presente y así adivinamos la realidad profunda, el alma de todo lo que nos rodea y que observamos. Pero es a la vez una formalización de ese momento. Epifanía no como revelación repentina, instante que deslumbra, sino evolución del artista que le da forma, una palpitación que se ralentiza.

Un ejemplo. En 'La cena', Antonio López pinta a su mujer Mari y a su hija María sentadas en la mesa, a punto de cenar. Es uno de esos instantes de lucidez, suspendidos en una ceremonia casera y a la vez ritual. El momento. El pintor trabajó en él durante 10 años y técnicamente aún no está terminado. Durante semanas, meses, mujer e hija se sentaron en la mesa, con el mismo menaje, con la comida intacta, para que López pudiera reflejar, con su mirada, con su precisión, esa inicial epifanía.

"Una obra no se acaba nunca –dice–, sino que llega al límite de sus posibilidades". Y entonces se pregunta qué significa "acabar" y contesta: "No lo sabe nadie. Quizás cuando hay una sustancia lo suficientemente densa". Muchas de sus obras están así, en vilo, como en un limbo, a la espera de encontrar una respuesta que es formal y moral a la vez. Como en sus conocidos cuadros de Madrid. En 2010 decidió instalarse en la Puerta del Sol para pintar un panorama de la plaza. Abandonó la aventura porque se convirtió en un fenómeno mediático.

Once años después regresó. Con la misma camisa de rayas azules, un gorro rojo, pantalón corto y unos zuecos con calcetines. Y el cuadro a medias. Estuvo un mes. Cada día, marcaba con yeso el lugar exacto en el que al día siguiente tenía que poner los pies para obtener la misma perspectiva. Una amiga mía le vio pintar. "No se puede explicar, él se evadía de todo, era como si rezara". El cuadro, como tantos otros, está todavía en proceso: "Mis cuadros son una experiencia personal, no un documento".

Suscríbete para seguir leyendo