La espiral de la libreta
Olga Merino

Olga Merino

Periodista y escritora

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El interminable verano de la infancia

El día en que los hombres del tractor llegaban a segar el trigal

Un tractor recorre un campo de cultivo en Landsberg (Alemania).

Un tractor recorre un campo de cultivo en Landsberg (Alemania). / STEPHAN JANSEN

Nunca acabas de salir de la infancia. De poder retrasar a placer las manecillas del reloj, no regresaría a la niñez en bloque, pero sí a ese caleidoscopio de instantáneas que transcurren indefectiblemente en verano, una estación larguísima que se extendía de junio a septiembre. El mundo era siempre estable y el tiempo lineal. Es el capricho de la memoria el que embrolla el hilo cronológico cuando remonta el río, reconstruyendo el relato a su antojo, con episodios recosidos en un único verano, infinito e insondable. Creo que uno empieza a ser consciente de la propia infancia, de su magia, en la edad madura, y tal vez la explicación se esconda en aquel verso de Borges: «Yo era chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal».

La memoria piensa en imágenes; cierras los ojos y acuden en tropel. El camino que llevaba al silo del grano estaba jalonado por cipreses, cuyos frutos, una vez agostados por el sol, parecían calaveritas. Más allá del sendero, se encontraban el riachuelo, la charca con verdín donde coleaban los renacuajos y el puente de arena, con las paredes repletas de nombres y palabrotas escritas con un palo quemado.

Todo estallaba de pura vida. Ramas, flores, cañas; todo conspiraba para entrecruzarse. Levantamos una cabaña, y la abuela nos dio una manta vieja, con un quemazo de plancha, para extenderla sobre el piso.

La tormenta

Llovía a veces con relámpagos y truenos sobrecogedores, como si Dios anduviese enojado, buscando algo en las cómodas del cielo. Un día, cuando la tormenta iba amainando, cayó por el tiro de la chimenea una cría de gorrión empapada; lo salvamos metiéndole por el pico migajas microscópicas de pan. Mi hermano lo adiestró. Si bajábamos al pueblo andando, Gorri viajaba posado sobre su hombro, como el loro de John Silver. 

El cerezo silvestre. El columpio de soga. El pozo donde habitaba el diablo con una horca de aventar, según nos decían para mantenernos alejados del brocal. Nos dejaron a los mocosos cuatro palmos de huerto, y salieron unos tomates bíblicos, radiantes, como rocas de lava. La vaca parió un ternerillo de algodón con patas de alambre. Una gallina enfermó; ponía huevos sin cáscara, transparentes, como de gelatina.

Preside el torrente del recuerdo la casa, vieja y fuerte a la vez, enorme, las paredes de castillo, llena de recovecos y secretos, con la leñera, la alacena y el desván, con un ventanuco que daba a los campos del norte. Desde allí arriba los vimos llegar. A los hombres del tractor que segaron el trigal. Luego, jugaríamos en el pajar y con las pacas de forraje, que parecían escalones de un templo azteca, pero los observábamos trabajar paralizados por un sentimiento que entonces no sabíamos nombrar: la certeza melancólica de que el tiempo del verano tendía a su fin, aunque fuera infinito.     

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