La espiral de la libreta
Cariño, apaga el debate; te sube la tensión
Sobre la irrupción de aplicaciones para crear amantes virtuales
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Creo que podría llegar a enamorarme de un fantasma. A ver, siempre y cuando se entienda el término en la segunda acepción del diccionario («visión quimérica como la que se da en los sueños o en las figuraciones de la imaginación») y nunca en la quinta («persona envanecida y presuntuosa»). Un fantasma, sí. Un espíritu que hubiese remontado el río de las sombras. Como en la película de Mankiewicz, donde la señora Muir flirtea con el capitán Daniel Gregg, que está muerto, muertísimo («¡Lo que nos hemos perdido, Lucy, lo que nos hemos perdido!»).
Apasionarse de una criatura acuática ya sería otro cantar. Aunque en la novela de Rachel Ingalls, la señora Dorothy Caliban acaba bebiendo los vientos por un monstruo escapado del Instituto de Investigación Oceanográfica. El tipo es verde; le encantan los aguacates, la tele y el mar, y pasa la aspiradora. Hasta ahí, más o menos bien. Pero ¿enamorarse de un ‘chatbot’?
No es broma. Se están poniendo de moda las aplicaciones que ayudan a ligar en las charlas virtuales, ideando frases ingeniosas y empáticas durante la fase del tonteo, herramienta cuya utilidad puede llegar a comprenderse. Pero cuesta asimilar que alguien se encandile de un ente creado mediante inteligencia artificial. Ya existen plataformas, como AI Lover, Rizzi o Replika, cuya página web dice que el avatar «se preocupa» y siempre está a tu lado para «escuchar y hablar».
Charla algorítmica
Imagínense en la paz del salón, apalancados en el sofá con un individuo o individua parecido al C-3PO de ‘La guerra de las galaxias’, una pierna metálica encabalgada sobre la otra, viendo ambos, en amorosa compañía, el debate electoral del lunes.
—¿Otro ‘gin tonic’, cariño? —diría el droide.
—Es la única forma de tragarse esto. —Sería una respuesta humana bastante plausible—. Anda, sírvete tú un chupito de 3-En-Uno.
El robot, ni caso, por supuesto. Al rato, una combinación algorítmica le haría enhebrar de nuevo conversación con un tanteo como este (o similar):
—¿Por qué le gritas a la pantalla del televisor? Ni te escucha ni puede interactuar contigo. No es una actitud lógica la tuya.
—¡Oh! ¿Por qué no te callas? Trae más cubitos de hielo.
—Deberías prescindir del debate; no te sienta bien. Mis sensores detectan que te está subiendo la tensión.
Silencio. Uno de esos silencios domésticos preñados de océanos.
—Lo mejor será que apaguemos el televisor —arremetería el autómata—. Si quieres, te disecciono las baterías de cifras de Sánchez y Feijóo y…
En efecto, había sido imprescindible desenchufar al robot. Imposible la convivencia con un ente sin conciencia de sí mismo, incapaz de emociones genuinas y sobre todo sin una pizca de ironía o sentido del humor, el único linimento para sobrellevar la honda decepción del cara a cara.
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