Agua corriente

El voto de la sepultura

Esta semana, la escritora Emma Riverola se pone en la piel de un hombre que afronta la pérdida de su padre

un hombre

un hombre / Sad man alone walking along the alley in night foggy park. Back view., Sad man alone walking along the alley in night foggy park. Back view.

Emma Riverola

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Dos de la mañana. Antes de atender la llamada, ya sabe de qué se trata. La voz de la madre suena serena, también extraña, con ese desconcierto que siempre causa la muerte. Ya se ha ido, anuncia al hijo. ¿Quieres que vaya?, le pregunta él. La aprobación tarda en llegar. Unos segundos. Diecisiete años.  

El hombre desanda el camino prohibido. Se ha cumplido el castigo del padre: la puerta cerrada mientras él viviera. Cuando se produjo la sentencia, los amigos del hijo no podían creerlo. Cederá, le decían. Pero él sabía -su madre también- que la condena se cumpliría. Pues mejor, remachaban los amigos. Y él asentía. Y mentía. Sintiéndose el niño regañado por su padre que, aún así, con el rostro cubierto de mocos y lagrimones, extiende los brazos buscando su consuelo.  

Podía haber cogido un taxi, pero prefiere caminar los veinte minutos que le separan del que fue su hogar. Los recuerdos se agolpan, pero sabe que su memoria está mutilada. Indefectiblemente, solo evoca los días del dolor. Son muchos, es cierto. Y empezaron pronto, en la adolescencia. Pero sabe que antes hubo una infancia feliz. Lo ha visto en las fotografías. Decenas de instantáneas pobladas de sonrisas y monerías ante la cámara. ¿Por qué no recuerda aquellos días?  

Entonces, el crío era el orgullo de su padre. Tan inteligente, tan talentoso. El hombre exhibía sus sobresalientes escolares, mostraba sus dibujos. Incluso se enmarcó uno para el despacho. Eso sí, advertía al hijo, nada de ser artista. Tienes que ser ingeniero. Como mucho, arquitecto, cedía en una muestra de magnanimidad. Y el niño asentía ante dios. Los amigos de la infancia le cuentan que su padre era divertido, que hacía chistes. Cariñoso, no. Pero entonces la mayoría de los padres tampoco lo eran.  

El chaval de los sobresalientes fue creciendo. Las notas perdieron lustre, mientras que el arte se tornaba expresión y refugio. La docilidad infantil dio paso a la rebeldía adolescente, también a la ambición. El hogar olía a cerrado, y el padre custodiaba las ventanas. Seguía empeñado en cortar las alas al hijo, y el joven solo pensaba en volar. 

Pura supervivencia

Llegaron los reproches por la ropa, por las compañías, por las horas de llegada... O de no llegada. El padre pronto entendió que su hijo encarnaba todo lo que él detestaba. Una sociedad enferma. Degenerada. Le asqueaba. La madre pronto dejó de mediar entre ellos, y al hijo le costó perdonarla. Al fin, entendió. Era una cuestión de pura supervivencia. Ella optó por el sigilo. Lo que no se decía, no pasaba. Y lo que no pasaba, no era un problema.  

El hijo se fue pronto de casa. En las reuniones familiares se hablaba de nimiedades, apenas nada de su arte. Sobre sus parejas, reinaba el silencio más absoluto. Hasta que llegó la Navidad de 2005. Anunció que, con la nueva ley del matrimonio homosexual, iba a casarse. El padre ni siquiera opinó. Tampoco levantó la voz. Abandonó la mesa. Cuando se acabó la velada, el padre emitió la condena. ¿Me estás diciendo que no vuelva a mi casa?, preguntó el hijo, con más estupefacción que indignación. Es mi casa, y tú ya no eres mi hijo, sentenció el padre. 

La frase dio para algunas bromas entre los amigos. Sonaba a maldición bíblica, a boletín del NO-DO, a ley de vagos y maleantes, a palizas en la comisaria e internamiento en cárceles y psiquiátricos. Olía a pasado y a hedor de sepulturas. El hijo se unía a las chanzas. Fingía. 

Ya ha vuelto a casa. Su madre le cuenta las últimas horas. Sabían que el final estaba próximo. Aun así, el padre se sentía con ánimo. Incluso tenía su papeleta de voto preparada para llevarla a Correos. Qué lástima, dice la madre, no le ha dado tiempo. Esta vez tenía claro a quién votar, se sentía representado. Al fin, gente de orden, con valores, decía. Qué pena.  

La mujer abre el armario. Repasa los trajes y escoge el preferido del padre. Para la funeraria. El hijo toma el sobre del voto y lo coloca en el bolsillo interior de la americana del padre. Se asegura de cerrar bien el botón. Queda perfecto.  

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