Agua corriente

La mano que da

Fisioterapeuta

Fisioterapeuta

Emma Riverola

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A las seis de la tarde en punto toca el timbre. Le gusta ser preciso, le da seguridad. Suele abrir la puerta el padre, teletrabaja desde aquel día. El hombre le ofrece un té, un café, agua… él lo rechaza. Pregunta cómo se encuentra Raúl. Yo creo que un poco mejor, responde el padre. Y aferrado a la esperanza, se despide con un gesto de cansancio. El hombre aprovecha esa hora para ir al gimnasio. La madre llega corriendo al final de la sesión. El jefe la ha entretenido, se excusa. ¿Cómo lo ves?, pregunta ansiosa. Él le comenta con entusiasmo cada mínimo avance.  

La empresa lo eligió a él porque tiene la misma edad que el chaval al que atiende. También porque es uno de sus mejores profesionales. Los pacientes están encantados con él. Atento, comprometido, nunca se da por vencido. Se involucra en el avance del enfermo. Le apasiona su trabajo. Sentir que sus manos son capaces de sanar le hace sentirse poderoso. 

A veces se acuerda de las manos de sus padres. Ella, guisando aquellos platos que añora. Él, frotándose con jabón los dedos tintados de grasa. Los vecinos siempre le llevaban sus vehículos desvencijados, él les hacía un apaño. Siempre gratis. Total, nadie tenía con qué pagarle. Eso sí, todo el mundo le quería, le respetaba. “La mano que da está por encima de la que recibe”, le gustaba sentenciar a la abuela. A ella también la echa de menos. En realidad, fue quien lo crio. Murió hace cinco años. No pudo despedirse de ella.  

Hoy ha sido un día especialmente duro y ni siquiera sabe explicar por qué. Raúl no cooperaba. Más bien parecía que sus limitadas capacidades estaban puestas en boicotearle. Y lo peor es esa mirada. Un dardo cargado de odio. El pobre está lleno de rabia, piensa disculpándole. Pero es un rencor tan intenso el que le dedica, tan inexplicable, que le da miedo. Es absurdo, lo sabe. ¿Cómo puede temer a una persona en esas condiciones?  

La madre de Raúl insiste en que pruebe un trozo de tarta antes de irse. Hoy es su cumpleaños y sus compañeras de trabajo le han dado la sorpresa. La verdad es que está rica. Sí, un poquito más. Él la felicita por el aniversario. Ella se lo agradece con una sonrisa triste. Le pregunta si le gusta ser fisioterapeuta. Si trata a muchos pacientes como su hijo. Si vive con sus padres. Si tiene novia… Y él responde escuetamente. Un poco abrumado. Un poco incómodo. Contesta lo que cree que a ella le puede gustar, deja pasar unos minutos de cortesía y anuncia que le espera otro paciente.  

Un mal golpe

Ya lleva tres meses atendiendo a Raúl. Una hora diaria. La primera vez que acudió a la casa notó cierto estupor en los padres. Esa reticencia inicial no le era desconocida, así que no hizo mucho caso. Cuidó su pronunciación, extremó sus buenos modales y relató su experiencia con pacientes con daños neuronales. Los padres se cruzaron varias miradas, no supo muy bien cómo interpretarlas, pero aceptaron sus servicios. El caso de Raúl es difícil. Un mal golpe. Haciendo deporte, le dijeron los padres. No precisaron más. Lógico, pensó. Deben estar destrozados, sin ganas de recordar.  

Hace doce años, Hakim entró en el país agarrado a los bajos de un autocar. Fue detenido e internado en un centro de internamiento donde aprendió el idioma y empezó el bachillerato. Gracias a la ayuda de una asociación, siguió en el instituto, superó la Selectividad y estudió la carrera de Fisioterapia. Comparte piso. Con su novio.  

Hace doce años, Raúl fue expulsado por primera vez de la escuela por proferir insultos racistas a un compañero de clase. Años después, se integró en una banda. Los fines de semana iban de caza. Migrantes, mendigos y personas LGTBI estaban en su diana. Fue detenido un par de veces. Hace seis meses, en una pelea, se llevó la peor parte. Los médicos lo desahuciaron prácticamente. Aunque siempre hay espacio para la esperanza, dijeron.  

Desde que le atiende Hakim, se observan ciertos avances. El fisioterapeuta trata de mejorar el movimiento de la mano derecha. Raúl, también. Sería bello que el fin del relato lo dictara la abuela de Hakim. Murió llamando a su nieto.  

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