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Las migraciones, una tragedia europea

La mayor tragedia migratoria del Mediterráneo destapa una nueva ruta entre Libia y Grecia

La mayor tragedia migratoria del Mediterráneo destapa una nueva ruta entre Libia y Grecia /

Albert Garrido

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La trágica sensación de inoperancia de la Unión Europea para evitar una tragedia de las dimensiones del naufragio de un pesquero frente a la costa de Grecia con un número indeterminado de migrantes -puede que más de 700- es de temer que no tenga el efecto sanador que debiera a la luz de compromisos morales elementales, esenciales para que los más desvalidos de la historia no lo sean dos voces: por las condiciones de vida de las que huyen y por el desinterés de quienes están en situación de asistirlos. Todas las explicaciones dadas por las autoridades griegas, que niegan que el pesquero pidiera auxilio, resultan tan poco convincentes como el esfuerzo de última hora del dispositivo Frontex para dar con algún superviviente más del centenar rescatado. El Mediterráneo es una vez más el cementerio en el que reposarán para siempre varios cientos de hombres mujeres y niños, sirios, afganos y de otros lugares, cuyo único objetivo era huir de la pobreza extrema, la guerra y las arbitrariedades del poder.

Resulta sangrante que la última propuesta para paliar la incapacidad de las instituciones europeas para afrontar el desafío es establecer una cuota anual de 30.000 inmigrantes, repartidos entre los Veintisiete proporcionalmente a la población de cada país. Con la salvedad de que pueda descolgarse quien quiera -Polonia y Hungría están en ello- si paga una cantidad anual por persona no acogida de entre 10.000 y 20.000 euros. Un plan claramente insuficiente porque los cálculos más contenidos elevan a 330.000 las personas que cada año intentan llegar a Europa para vislumbrar un futuro mejor al que les aguarda en sus países de origen. Dicho de otra forma, el plan supone que la UE solo está dispuesta a acoger a la undécima parte del volumen de inmigrantes que llegan cada año por diferentes medios.

La mayor de las paradojas es que ni siquiera la necesidad objetiva de acoger inmigrantes para compensar tasas de natalidad insuficientes -las de Italia y de España, de las más bajas- induce a los países europeos a una revisión de su insistencia en abundar en el continente-fortaleza. Es un hecho que con la tendencia actual -más defunciones que nacimientos, imparable envejecimiento de la población- son inviables a largo plazo el modelo productivo, los servicios sociales y otros rasgos característicos del Estado de bienestar. Es asimismo un hecho que muchos de los males de los que tratan de escapar los inmigrantes tienen su origen en la toxicidad de la relación de las potencias europeas con los territorios al sur del Mediterráneo, y acaso la única forma de reparación del pasado sea garantizar en el presente la protección de los más vulnerables.

En la guerra cultural abierta en Europa por la extrema derecha, imitación de la publicitada en Estados Unidos por Donald Trump y sus émulos, nada de lo antedicho tiene mayor importancia. Envuelta en la bandera -la de cada Estado, se entiende- y adicta a un nacionalismo estridente, se afana en presentar las migraciones como un desafío a la nación, cuando no como un problema de orden público. El contagio se extiende por doquier y gana terreno la negación del derecho de asilo, de los desequilibrios lacerantes que lo justifican y de los peligros inherentes a entornos desquiciados. Poco importa que mafias concretas y reconocibles jueguen con la vida de quienes persiguen el sueño europeo; nada es más importante que cerrar las fronteras y contemplar el drama desde la tribuna privilegiada en que puede convertirse cualquier playa, desde las islas Canarias a las costas del mar Egeo.

Súmese a ello la impresión de que gana terreno la división entre migrantes de primera y de segunda. Basta pensar en la diligencia -justificadísima, por cierto- en atender el flujo migratorio con origen en Ucrania (unos seis millones de personas) y en la vergonzosa regulación del mismo fenómeno, de otros flujos migratorios asiáticos y africanos, mediante el acuerdo de la UE con Turquía de 2016 que ha hecho de Capadocia un contenedor de refugiados. Un acuerdo costosísimo -6.000 millones de euros- que no reporta mayor beneficio que desentenderse de qué pasa a cuantos, sin comerlo ni beberlo, se encuentran bajo la autoridad de Recep Tayyip Erdogan, que no es precisamente un gran defensor de los derechos humanos.

El politólogo Sami Naïr ha escrito: “Entre el gesto de bienvenida a los ucranios y la realidad sangrienta en la frontera de Nador, vacila la responsabilidad histórica y el grado de humanidad de la Unión Europea”. No se trata de una simplificación, sino de un resumen exacto de lo que está sucediendo, difundido en directo por los medios y las redes sociales. Hace siete años, en una entrevista publicada en el diario El País, el mismo autor declaró: “Hay dos soluciones a los refugiados: la civilizada y la de la extrema derecha”. Y aún antes, en 2010, en el libro La Europa mestiza, señaló: “La emigración a escala mundial en nuestros días responde también a una carrera infinita en pos de la riqueza y la felicidad que promete la sociedad de consumo”.

Sorprende que la cultura democrática europea no haya incorporado ninguna de esas ideas y, por el contrario, haya aceptado en parte el enfoque del problema del universo ultraconservador, que sostiene que nuestras sociedades no pueden compartir el mercado de trabajo con terceros. Sucede, sin embargo, que nichos de empleo de todas clases no logran cubrir todos los puestos ofertados o incorporan condiciones especiales de contratación y arraigo cuando se trata de trabajos especializados. Se privilegia así a unos y se cierra el paso a otros, aunque no se cubran todas las vacantes en las ofertas de trabajo menos especializado.

Detrás de todos los naufragios en los que han perecido inmigrantes alientan esas divisiones y subdivisiones, los prejuicios raciales, la demagogia que justifica proteger a los de casa y rechazar a los de fuera, las devoluciones en caliente, la utilización de la pobreza como arma política, la incapacidad de demasiados gobiernos de controlar a los desaprensivos que han hecho un negocio del envío a Europa de comunidades indefensas a bordo de embarcaciones de fortuna. Detrás de esa última tragedia a 80 kilómetros de la costa griega, al igual que en todas las anteriores, asoman los cálculos electorales, la miseria moral que se ha adueñado del debate, el arraigo del pensamiento ultraconservador en sociedades desorientadas y asustadas por el encadenamiento de crisis sociales. Detrás del rechazo del diferente, del de fuera, del extranjero ve la luz el gran descubrimiento: la globalización no es de aplicación en el mercado de trabajo; solo cunde en el comercio, las finanzas y la especulación a gran escala. O eso parece.