Opinión |
Imaginar el futuro

Optimismo y esperanza

A Martin Luther King se le recuerda por haber dicho tengo un sueño, no por haber dicho tengo un plan estratégico

Martin Luther King.

Martin Luther King.

Josep M. Lozano

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Vivimos tiempos convulsos porque no somos capaces de pensar el presente ni de imaginar el futuro. Nos conformamos con realizar previsiones y proyecciones, de donde salen perspectivas diversas, a gusto del consumidor. Cuanto más pronósticos hacemos, más faltos estamos de visión. El debate sobre el futuro se ha reducido a un debate entre optimistas y pesimistas, cada uno de ellos armado con su batería de datos, que enarbolan como un aviso inexorable de lo que ocurrirá. Hemos vuelto a la vieja confrontación entre apocalípticos e integrados ante lo que sucede y lo que se anuncia, sea cual sea el tema: la inteligencia artificial, el cambio climático o el futuro de la democracia. Pero unos y otros tienen un rasgo en común: hablan como quien hace el pronóstico del tiempo, puesto que hoy los meteorólogos se han convertido en el patrón para hablar del futuro. Se trata, simplemente, de tener los mejores datos, los mejores procesadores, los mejores modelos, y pronosticar lo que acontecerá inexorablemente. Con un rasgo común: sea lo que sea, nosotros no podremos hacer nada; solo adaptarnos, dado que es un fenómeno que escapa a nuestra intervención. Apocalípticos e integrados, optimistas y pesimistas son variantes de un único personaje: el meteorólogo del futuro.

Parecería que han resucitado a Dante, y que su punto de partida es el frontispicio del Infierno: dejad toda esperanza, los que aquí entráis. Cuidado, no porque estemos entrando en el infierno (nada más opuesto a los optimistas de todo tipo), sino porque la esperanza es una palabra que cada vez más desaparece del vocabulario. Hoy tenemos pronósticos, previsiones, proyecciones, escenarios... pero no esperanzas. Y hemos olvidado que a Martin Luther King se le recuerda por haber dicho tengo un sueño, no por haber dicho tengo un plan estratégico.

Debemos recuperar la esperanza. Y comenzar por recuperar la palabra, en toda su densidad. Porque la esperanza no es aquello de lo que nos hablan los melifluos del todo irá bien. Y, menos aún, el cobijo de los poco realistas, sino todo lo contrario: es el territorio de los auténticos, radicales realistas. La esperanza no responde a la seguridad de quienes saben lo que les va a pasar a los humanos, sino al deseo de quienes buscan una mayor calidad humana. A la esperanza no la mueve la garantía de alcanzar el éxito, sino el anhelo de un mundo donde valga la pena y tenga sentido hablar de humanidad. Porque no se trata solo de mejorar la vida, sino también de crecer hacia una vida mejor. Los planes estratégicos nos dan objetivos, los sueños nos nutren el alma y en el vínculo entre los dos construye su espacio la esperanza. Que ya no habla de éxito, sino de sentido. De lo contrario, podríamos repetir colectivamente el chiste del médico que sale del quirófano y dice: la operación ha ido bien, pero el paciente ha muerto.

Esperanza

El problema de nuestros días no es el optimismo (o el pesimismo) sino la esperanza. Porque la esperanza no niega el miedo, pero no se define por ir contra el miedo, sino por crear orientación y sentido. No se sostiene sobre la opinión, sino sobre el criterio. No habla de la necesidad del humanismo para decirnos lo que estamos perdiendo, sino para preguntar hacia dónde queremos ir. El debate entre optimistas y pesimistas es un debate sobre quién tiene razón, y sobre la búsqueda de datos que justifiquen lo que no puede ser de otra manera. En cambio, el espacio de la esperanza es el diálogo sobre lo posible -por escondido que esté- y el compromiso por hacerlo efectivamente posible. Por eso el fruto de la esperanza no es aumentar el número de contactos y de seguidores, sino crear vínculos y cuidarlos. Y proponer un horizonte de esperanza a quienes parece que no tienen derecho a tenerlo.

Hemos de volver a dejar espacio a la esperanza. Hay que volver a dar carta de naturaleza a la palabra, sin abaratarla, sin convertirla en refugio de ilusos e ignorantes. Y aclarando qué esperanza y para quién (entre otros: para quienes no quieren confundir un sueño con un plan estratégico o con una previsión).

Porque lo peor que nos puede pasar es que el espacio público lo ocupen optimistas sin esperanza.

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