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Todos los caminos conducen a Pekín

Pedro Sánchez y Lula da Silva.

Pedro Sánchez y Lula da Silva. / David Castro

Albert Garrido

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Un editorialista del semanario progresista francés L’Obs escribió mediado abril que todos los caminos conducen a Pekín, una adaptación a nuestros días del viejo aserto según el cual todos los caminos conducen a Roma. Hace solo 25 años hubiese respondido a la realidad afirmar que todos los caminos conducían a Washington con el apoyo estratégico de Bruselas, pero la guerra de Ucrania ha desvelado un nuevo reparto de papeles en las relaciones entre los estados del que el dinamismo de la diplomacia china desde principios de este año es una buena prueba. Nada es posible sin contar con el placet de la Ciudad Prohibida y tampoco lo es sin tener en cuenta a otros actores políticos que ni apoyan ni condenan la invasión, que se mantienen fuera de la política de sanciones a Rusia decidida por los aliados occidentales.

Los términos en los que se ha manifestado el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, a su paso por Madrid son bastante significativos de esa nueva realidad. Cree Lula que “muchas veces una guerra no necesita un ganador”, según resaltaba El País en un titular del último jueves, y en esa postura o convicción están otros mandatarios con registros ideológicos diferentes que cabe incluirlos en el llamado Sur Global. Así Sudáfrica y la India, grandes potencias emergentes que, como Brasil, mantienen intercambios económicos muy importantes con los países occidentales, China y Rusia. Que es tanto como decir con regímenes democráticos y autocracias, con el capitalismo de última generación, con el mercado tutelado desde el Estado (China) y con una oligarquía adosada al Estado (Rusia).

Es necesario diferenciar esos países, que, como China, se abstuvieron cuando la ONU condenó la invasión de Ucrania de aquellos otros que votaron en contra, entre ellos Irán y Corea del Norte. Tal distinción es esencial porque mientras los primeros se alejan de un posible desenlace de la guerra con la victoria por las armas de uno de los contendientes, los segundos esperan que el vencedor sea Rusia; mientras Occidente, al menos de palabra, confía en que se imponga Ucrania en el campo de batalla, Lula y compañía estiman posible que la guerra se acabe sin que nadie pueda cantar victoria o con suficientes contrapesos diplomáticos para que ambos bandos se puedan presentar como vencedores. Algo improbable de que en la práctica se dé, pero que basta si puede ser explotado por la propaganda política en ambos frentes.

El convencimiento cada vez más extendido de que la estrategia de la victoria lleva inevitablemente a la prolongación sine díe de la guerra y al riesgo de escalada otorga a esa tercera vía, patrocinada por China, cierto margen de maniobra en pos de un alto el fuego para negociar un final pactado del conflicto. Claro está que Estados Unidos difícilmente puede aceptar un acuerdo de autoría china en plena competición por la hegemonía global, pero hay demasiadas señales que confirman que la iniciativa de Xi Jinping atrae auditorios con títulos suficientes para participar en el multilateralismo que caracteriza hoy la gestión de los grandes asuntos mundiales. No es, desde luego, un sistema acabado y eficaz capaz de sustituir el espacio ocupado en el pasado por la guerra fría y, a raíz del hundimiento de la URSS, por la unipolaridad, pero sí es un proceso nacido del desorden y del ensanchamiento de la influencia de China.

A diferencia de lo sucedido con la competición entre modelos económicos y el debate ideológico que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial, en la porfía de China prevalece como objetivo poco menos que único garantizar la buena marcha y la expansión de los negocios, que da como resultado una creciente influencia en todos los ámbitos. Su alianza estratégica con Rusia no es una excepción: Pekín necesita que Moscú secunde su objetivo de ocupar un espacio cada vez mayor; a su vez, Rusia necesita que crezcan sus ventas en China para compensar el parte de daños de las sanciones occidentales, cuya cancelación cabe imaginar muy trabajosa y aun más lejana incluso después de la guerra.

Según constata el politólogo Ian Bremmer, “a pesar de los esfuerzos de Occidente para aislar y separar a Rusia del resto del mundo, Moscú todavía tiene muchos aliados en los que confiar durante los tiempos difíciles”. En ese conglomerado de aliados, es innecesario subrayarlo, el actor principal es China, y algunos actores sobrevenidos lo son porque han asumido como referencia inicial para lograr la paz el programa de doce puntos elaborado por la diplomacia china y presentado el 24 de febrero. Es legítimo preguntarse, por ejemplo, si la India puede secundar una iniciativa de su gran rival en Asia, y aun si Brasil tiene suficiente peso específico en el ámbito internacional para reforzar la posición de China o influir en el desarrollo de la crisis, pero el hecho es que el desfile de gobernantes europeos por Pekín no hace más que confirmar que cierto posibilismo se abre camino en el cambio en ciernes de las relaciones internacionales.

Como toda mutación, esa no está exenta de riesgos. A la larga, implica que salte por los aires la idea del equilibrio estratégico, largamente desarrollada y defendida por Henry Kissinger y otros grandes protagonistas de la guerra fría para garantizar la seguridad y evitar el choque directo entre bloques. Lo venidero quizá sea un multilateralismo armado, con focos de tensión tan aguda como la reivindicación china de Taiwan, donde la inestabilidad tenderá a ser una constante salvo que se fijen reglas precisas para el control de espacios de influencia propios para cada uno de los grandes actores políticos y económicos. La gran dificultad para lograr tal cosa es dejar a salvo el derecho internacional, garantizar a los actores secundarios el ejercicio de su soberanía y evitar un choque entre grandes potencias a raíz de un conflicto como el de Ucrania, que ha degenerado en una crisis global. 

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