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Netanyahu lleva a Israel al borde del precipicio

Enfrentamientos entre manifestantes y policía en Tel Aviv por la controvertida reforma judicial de Netanyahu.

Enfrentamientos entre manifestantes y policía en Tel Aviv por la controvertida reforma judicial de Netanyahu. / AFP

Albert Garrido

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La profundidad de la crisis política desencadenada por el primer ministro de Israel, Binyamin Netanyahu, coloca al país en una situación insólita a punto de celebrar el 75º aniversario de su fundación. La reforma judicial proyectada por el Gobierno del Likud, coligado con diferentes versiones de la extrema derecha, ha permitido que la exasperación y la movilización en la calle se hayan adueñado del momento, temeroso un segmento social cada vez más numeroso de que Netanyahu lleve el Estado al borde del precipicio con el único propósito de evitar varios procesos por corrupción que pueden condenarlo a penas de cárcel. Tal precipicio incluye la desnaturalización del sistema democrático que dispusieron los padres fundadores y que hasta la fecha ha garantizado la separación de poderes.

Es un hecho que la alarma ha cundido en todos los ámbitos del centro y de la izquierda, minoritarios en el Kneset (Parlamento), pero también en el interior del Likud, donde la destitución del ministro de Defensa, Yoav Gallant, públicamente muy crítico con la reforma, ha abierto una brecha cuya profundidad y anchura es difícil de medir. Es un hecho también que el sionismo religioso, el nacionalismo exaltado y los fundamentalistas mosaicos desaprueban el aplazamiento de la reforma decidido por el primer ministro. Y es asimismo un hecho que para Netanyahu es más grave aparecer como alguien débil que como un político incompetente, como ha escrito Ian Bremmer al analizar la crisis en curso.

El reproche público de Joe Biden por la proyectada reforma judicial –“no pueden continuar por este camino”– es algo más que un tirón de orejas: es el aviso sin ambigüedades del primer aliado de Israel. Pueden los portavoces de la extrema derecha repetir por activa y por pasiva que su país no es el estado número 51 de la Unión, pueden secundar a Netanyahu en su defensa de la soberanía nacional, pero lo cierto es que el presidente de Estados Unidos advierte sin decirlo de que Israel corre el riesgo cierto de dejar de ser un Estado democrático si relativiza o excluye el cumplimiento de las sentencias del Tribunal Supremo, una instancia especialmente importante en un país que carece de Constitución y que se rige por un conjunto de leyes fundamentales. Si el Kneset puede en el futuro desoír por mayoría simple una disposición del Supremo, ¿en qué situación quedará lo que comúnmente se conoce como imperio de la ley?

No son pocos los analistas del momento que plantean en términos descarnados el dilema al que se enfrenta Israel: o mantiene el perfil propio de un Estado democrático, a pesar incluso del régimen de apartheid impuesto a los palestinos en los territorios ocupados, o se consagra como un Estado judío confesional en el que el apartheid hará de la comunidad palestina un colectivo más desvalido de lo que ya lo es ahora. En los programas de la extrema derecha religiosa, del sionismo confesional y desinhibido que representa, entre otros, el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, esa segunda opción es la que impregna su discurso. Algo que ni siquiera el revuelo en el Ejército y entre los reservistas por la reforma proyectada ha hecho moderar los discursos de los partidos ultra. Se diría que la mayoría de sus líderes comparten la impresión de que difícilmente volverán a disponer de una situación tan propicia para hacer realidad sus sueños identitarios más extremos.

El periódico progresista israelí Haaretz lamenta que Biden haya tardado tanto en alzar su voz, aunque finalmente no se ha contenido, reconoce, y describe el rumbo que ha fijado Netanyahu: “A Washington le llevó un tiempo precioso interiorizar que realmente existe un peligro claro y presente para el futuro del Estado de Israel, cuyo líder ha renunciado públicamente a cualquier fachada liberal para definirlo claramente como un Estado judío en lugar de democrático”. No es que Haaretz reniegue del legado y la tradición judía, sino que ve en peligro la continuidad del Estado laico, de la transversalidad que promueven diferentes organizaciones cívicas, dentro y fuera de Israel, del campo cultural y de los negocios, algo que desde hace décadas caracteriza el vínculo de Israel con las comunidades judías de todo el mundo, singularmente con la de Estados Unidos.

El profesor Yossi Klein Halevi, del Instituto Shalom Hartman de Jerusalén, publicó en enero un artículo en el mensual estadounidense The Atlantic titulado La traición de Netanyahu a la democracia es una traición a Israel. En el sostiene que “la decencia y la razón” pueden salvarse, pero para ello es preciso que “los amigos judíos del exterior” se sumen a la movilización contra Netanyahu y sus aliados. En caso contrario, Klein Halevi prevé que los ultrasionistas de extrema derecha impondrán su punto de vista, que resume de la siguiente forma: “Consideran que las normas e instituciones democráticas impiden que Israel use su poder sin restricciones”. Algo que quizá en el pasado Netanyahu no creyó, pero que ahora necesita compartirlo con sus aliados para regatear la acción de la justicia.

Lo paradójico del caso es que el tiempo que se ha dado el primer ministro para negociar la reforma con parte de la oposición -nadie piensa, de momento, que puede renunciar a ella- ha sido interpretado por el ala más ultraderechista de la coalición como una señal de flaqueza, cuando es evidente que en el horizonte el único frente relativamente sólido es el de la protesta en la calle y la activación de los sindicatos, que han echado mano de la huelga como medio de presión para parar la reforma. Pero la fragmentación política en el Parlamento hace impensable que no pueda salir finalmente adelante a no ser que antes se rompa la coalición, vista como un experimento de vida breve desde el principio por la rivalidad entre facciones.

Durante la campaña de las últimas elecciones, un politólogo israelí opinó que la derecha y sus eventuales aliados son enemigos de sí mismos. Más que el fracasado experimento centrista, más que la debilidad de la izquierda en desbandada, vio en la tosquedad y radicalidad de sus proyectos de futuro el riesgo de un rápido proceso de descomposición y de un agravamiento de las tensiones sociales. Confirma tal teoría la envergadura y continuidad de las manifestaciones, el descontento de algunos socios de Netanyahu y la impresión de que cualquier modalidad de marcha atrás lleva sin duda a una crisis de Gobierno irresoluble, a ahondar en una crisis de identidad nunca antes vista.

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