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El Reino Unido, con el agua al cuello

Rishi Sunak

Rishi Sunak / TOLGA AKMEN / EFE

Albert Garrido

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Los rejoiners son un nuevo espécimen nacido de la decepción por las consecuencias del Brexit. La serie de problemas de índole económica y social -dos caras de la misma moneda- que afronta el Reino Unido desde que entró en vigor el Brexit ha multiplicado el número de partidarios de regresar a la Unión Europea -ellos son los rejoiners- que reflejan la media de las últimas encuestas: el 57% de los británicos votarían hoy por el reingreso si tal marcha atrás se sometiera a referéndum. La demagogia de los brexiters, que en 2016 presentaron la salida como el único modo de recuperar la soberanía perdida para hacer del país una plataforma para los negocios en el vestíbulo de Europa sin grandes exigencias fiscales, ha complicado grandemente las exportaciones a los Veintisiete, el primero de sus destinos, ha dañado las cadenas de suministros y ha descoyuntado el mercado de trabajo. Un marco de referencia que ha hecho reaparecer en los análisis la expresión “enfermo de Europa” aplicado al Reino Unido justo cuando las previsiones del Fondo Monetario Internacional prevén que, entre las grandes economías, solo la británica experimentará recesión en 2023.

El editor de las páginas de economía del diario The Guardian, Larry Elliott, ha publicado esta semana un interesante artículo en el que analiza el modelo productivo británico hasta el momento del divorcio de Europa, basado “en un suministro ilimitado de trabajadores baratos”. Ahora, por el contrario, las empresas deben invertir en mayor medida en productividad y afrontar un coste adicional para disponer de mano de obra cualificada más cara. Al mismo tiempo, el sector público debe afrontar reclamaciones salariales al dispararse la inflación, incompatibles con el programa de austeridad que defiende el primer ministro, Rishi Sunak, radicalmente diferente al que enunció su antecesora, Liz Truss, durante su breve paso por el 10 de Downing Street y que estuvo a punto de dislocar la economía británica.

El Gobierno se dirige así hacia unas próximas elecciones regionales y locales, el 4 de mayo, en las que el Partido Conservador puede sufrir un descalabro histórico sin que el Partido Laborista deba apretarle especialmente las tuercas. Keir Starmer está en condiciones de lograr un gran triunfo sin salirse del sendero de la prudencia, pero quizá esa sensación de que tiene el triunfo en el bolsillo le libera de adoptar mayores compromisos y de desacreditar con mayor determinación la aplicación del Brexit gestionada por los conservadores, ahora con el agua al cuello. O acaso, como sucedió con su antecesor, Jeremy Corbyn, sigue siendo muy influyente la corriente brexiter en el seno del laborismo para forzar la máquina cuando aún quedan relativamente lejos las próximas elecciones legislativas.

¿Cuánto puede resistir una mayoría parlamentaria desprestigiada en apoyo de un Gobierno que debe gestionar en cierta medida la decadencia? En esos y otros términos, la pregunta se repite en diferentes ámbitos donde se percibe una degradación acelerada de la situación y cada vez son menos los que piensan que el Gobierno de Sunak está en condiciones de sacar al país del atolladero. El semanario The Economist reclama mejores gestores para crecer deprisa, un académico de la London School of Economics ve imprescindible una revisión inmediata del enlace con el resto de Europa y se adueña de la calle la impresión de que la única promesa de futuro es apretarse el cinturón, mientras la City teme que la libra se resienta de una contracción excesiva de la economía.

Abundan menos los síntomas de alarma en una parte importante de la opinión pública en cuanto al papel que corresponde al Reino Unido a escala global. El brillo escénico de la despedida dispensada a Isabell II restableció en la memoria de muchos británicos el recuerdo, puede que la añoranza, de tiempos pasados tenidos por gloriosos. La precisión milimétrica de la representación funeraria, transmitida a todo el mundo, desfiguró la realidad objetiva de una crisis profundísima que hace zozobrar el pacto social y deja al descubierto las debilidades de una gran economía, víctima del error sin paliativos que fue el Brexit. Un error del que, por cierto, nadie se siente especialmente responsable, probablemente porque fueron tantos los que lo provocaron que las culpas se han diluido.

Un editorial del diario Le Monde resume así las consecuencias que tendrá la demora en admitir que la salida de la Unión Europea fue un disparate: “Cuanto más tarden los políticos británicos en reconocer y encontrar remedios al gran lío del Brexit, más probable es que persista la inestabilidad en la democracia más antigua de Europa”. Pocas dudas caben en cuanto a los efectos de la tardanza en dar el salto de los remedios a corto plazo a un cambio completo en las relaciones del Reino Unido con el otro lado del canal de la Mancha. Especialmente, después de que la guerra de Ucrania haya activado los mecanismos de cohesión europea y el Brexit se haya convertido en el ejemplo incontestable de que fuera del club todos los días amanecen tormentosos. Dicho de otra forma, salirse de la Unión Europea es mal negocio, especialmente en momentos de incertidumbre extrema como los de hoy.

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