Artículo de Carles Sans Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos

¡Dichosas normas!

Viví un episodio en el aeropuerto que me hizo pensar acerca de lo absurdo que resultan, a veces, algunas normas y la sandez de quienes se ven obligados a hacerlas cumplir

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¡Dichosas normas!

Los que vivimos en sociedad, y eso nos incluye a la gran mayoría de nosotros, nos relacionamos a partir de unas normas que generalmente son impuestas por quienes se atribuyen, o se les atribuye, la autoridad para hacerlo. 

Digo esto porque hace unos días viví un episodio en el aeropuerto de Badajoz que me hizo pensar acerca de lo absurdo que resultan, a veces, algunas normas y la sandez de quienes se ven obligados a hacerlas cumplir. Tuve la suerte de ir a actuar a Cáceres, y como suele ser habitual compré, como todas las personas que visitan Extremadura, una torta del Casar, un queso muy cremoso, de sabor intenso que se come con cuchara. Al pasar por el detector de metales del aeropuerto, un guardia me dice que las tortas del Casar, al igual que los líquidos, no pueden viajar en el equipaje de mano. ¿Bromeaba? No. ¿Un queso peligroso? ¿Alguien puede poner una bomba dentro de una torta del Casar? Esa fue la pregunta que le hice y me respondió afirmativamente. Todos los presentes llevábamos una en la maleta y se nos quedó la cara de: adiós torta. Insistí al guardia en lo absurdo de la norma. Incluso le puse en un aprieto preguntándole: “¿Puedo pasar un frasco de más de 100 ml de líquido?”. Y me responde con un “no” rotundo. Continué: “¿Puedo pasar dos frascos de 50 ml?”. “Sí”, me responde. “¿Y tres o más?”. “Sí.” Entonces le digo: “Pero tres o más ya superan los 100 ml… Entonces ¿no ve usted lo absurdo de algunas prohibiciones?”. Pero, en esos casos, nunca sirve de nada intentar hacer comprender a quien ha de hacer un trabajo que no requiere reflexión alguna. Me insiste: “Debe usted embarcar el queso si quiere llevárselo”. “Embarcar es esperar en el aeropuerto de Barcelona media hora como mínimo. Ni hablar”. “Entonces tírelo”, me dice. “¡Jamás! Antes se lo ofrezco a usted”, le digo. Lo rechaza. Así que no tuve más remedio que regalárselo a un señor bigotudo que pasaba por allí. 

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El avión era un modelo pequeño y al ir a embarcar, un empleado me pide la maleta a pie de escalerilla y me dice que no se pueden subir maletas, ni siquiera las de mano, porque en ese tipo de avión no caben.

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Así que todo lo sucedido en el control no hacía falta porque las maletas habían de ser embarcadas quisieras o no. Me quedé sin torta y con cara de bobo

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