Artículo de Carles Sans

¡Adéu, nanu!

Joan Manuel Serrat dice adiós en el Palau Sant Jordi y con él nos despedimos todos, en cierto modo, de una parte de nuestra vida

Joan Manel Serrat con Carles Sans

Joan Manel Serrat con Carles Sans / JV

Carles Sans

Carles Sans

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Como es sabido, hace unos días Joan, Paco y yo nos despedimos del público en general desde los escenarios del Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Durante cinco únicas funciones fuimos diciendo adiós a aquellos espectadores que pasaron por el teatro. Un momento emocionante era cuando me estrechaban la mano y me daban las gracias por tantos años de ese viaje emocional que muchos dicen haber vivido con nosotros. Ahora siento exactamente la misma gratitud, nostalgia, tristeza y admiración por un amigo que me ha acompañado desde niño y que también nos dice que se va. Joan Manuel Serrat dice adiós en el Palau Sant Jordi y con él nos despedimos todos, en cierto modo, de una parte de nuestra vida.

Yo era un chaval y en casa mis hermanos mayores escuchaban sin parar las canciones de Serrat. Teníamos un tocadiscos que especialmente sonaba los fines de semana y ellos eran quienes decidían qué discos se ponían. Escuchábamos a Adamo, Los Pekenikes y algunos éxitos pasajeros del momento, pero sobre todo a Serrat.

Siempre he sido un nostálgico, incluso de niño. ¿Cómo se puede ser nostálgico en la niñez? Pues yo lo era, y las canciones más evocadoras de Serrat eran las que más me gustaban: ‘Cunillet de bellut’, ‘La tieta’… Especialmente esta última, que siempre me evoca a tres tías mías de Badalona, tres solteras ancladas en otro siglo, que me adoraban y me contaban historias vividas cuando eran jóvenes allá en Badalona, donde su abuelo, propietario de una confitería, había creado una galleta redonda que denominó ‘María’, en honor a su mujer, es decir a la abuela de mis tías. Cada vez que escucho ‘La tieta’ se me humedecen los ojos porque en esa canción están ellas tres.

De adolescente, conocí a Leopoldo Pomés, un afamado fotógrafo de moda que en los años 60 representaba el ‘top’ de una Barcelona que aspiraba a ser más europea que española. En una canción dedicada a una mujer, Serrat nombraba a Pomés como a alguien insuperable. A través de los ojos del niño que yo era, cada vez que veía a Pomés me parecía ver a un superhombre porque así lo decía Serrat.

Ya de más mayor, viví lo sucedido con el ‘La la la’ y el Festival de Eurovisión, a través de la indignación de mis padres. El gobierno de Franco cortó el asunto de raíz, y en casa aun fuimos más de Serrat que nunca. En mi etapa universitaria tuve la oportunidad de solidarizarme aun más con el compromiso social y político de Serrat, apoyándole, dentro de mis posibilidades, en su exilio a México.

¿Quién iba a decirme entonces que un día aquel cantante idolatrado en mi familia sería amigo mío?

Mi memoria es muy mala y casi nunca recuerdo el origen de las cosas, especialmente de las buenas. No consigo recordar con certeza cuándo conocí a Joan Manuel. Yo supongo que sería gracias a mi socio Joan Gracia, que veraneaba en Menorca, donde también lo hace Serrat desde hace muchísimo tiempo. Nos hemos ido viendo y, es curioso, no consigo evitar, por muchas veces que le salude, sentir un reverencial respeto hacia él. Hemos compartido comidas, algún fin de año y excursiones con amigos comunes, siempre con alegría de por medio. También muchas funciones compartidas para la Fundació Pare Manel, gran amigo de todos aquellos que participábamos en su gala anual para recaudar fondos.

Mientras escribo esto me viene a la cabeza el día que Tricicle actuamos en la misma ciudad que Serrat y Sabina. Como nosotros acabamos la función antes que ellos, fuimos a ver la última parte de su concierto desde bambalinas. Allí disfrutamos de su éxito. Al acabar, como hacen todos los cantantes, nos subimos con ellos y a toda prisa a un coche que les esperaba a pie de escenario y nos fuimos a tomar copas al hotel. ¡Qué gran noche entre dos maestros que ahí siguen!

Tengo el honor de sentirme compañero de un mito, un maestro muy querido que ahora, como nosotros, nos dice adiós.

En la última noche de nuestra despedida en el Liceu él estaba sentado en el patio de butacas. Yo bajé entre el público metido en mi personaje del hombre de la motosierra, buscando a algún espectador para cortar una cabeza. Le vi allí sentado y sonriente, mirándome con su mirada pícara de siempre. Dudé si cortarle la cabeza, pero mi reverencial respeto hizo que se la cortara a Joan Laporta, que es quien más cerca tenía.

No le echaré de menos porque le seguiré viendo, y sobre todo, escuchando.

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