APUNTE

Mundial de Qatar: disfrutar sin blanquear

Los miembros del equipo argentino miran desde las ventanas de su avión adornado con una imagen del delantero argentino Lionel Messi en la llegada del equipo al Aeropuerto Internacional Hamad, en Doha

Los miembros del equipo argentino miran desde las ventanas de su avión adornado con una imagen del delantero argentino Lionel Messi en la llegada del equipo al Aeropuerto Internacional Hamad, en Doha / AFP/Odd ANDERSEN

Albert Guasch

Albert Guasch

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Lo oímos cada vez que una competición se traslada a un estado totalitario (viene a la cabeza el discurso de Luis Rubiales con la Supercopa española en Arabia Saudí): el fútbol ayudará a lograr gestos aperturistas, a avanzar en derechos civiles, al progreso hacia valores de igualdad... Y tal y tal. Existe un manido manual al respecto. Una versión de aquello que dijo Bill Clinton cuando cursó una invitación a visitar EEUU al líder de la China de finales de los 90 entre una lluvia de críticas:«Se puede conseguir más con una mano extendida que con un puño cerrado».

Todos entendimos que Rubiales, como Clinton en su día, disimulaban más mal que bien y que en realidad hablaban del poder del dinero y la conveniencia económica del trato. Con Qatar no ha habido disimulo: el dinero compró vía sobornos el Mundial, aunque al menos sirvió para destapar la podredumbre de la FIFA y también para documentar el lado oscuro del rico emirato del desierto. Es aquello de que cuanto más trepa el mono, más expone el trasero.

Otra cosa es qué hacemos a partir de ahora los aficionados al fútbol. Toca una decisión individual al respecto. Nada de lo que suceda sobre la cancha borrará lo que sabemos de Catar. Somos conscientes de que el coste moral para el fútbol (tantas muertes en los estadios, tanta corrupción) ha sido colosal. Pero los jugadores no tienen la culpa de la elección de la sede. Ni los entrenadores. Tampoco los aficionados, ignorados como nunca.

La FIFA ha manchado un espectáculo mágico que se disputa cada cuatro años y que por eso es sumamente especial, pero uno diría que podemos disfrutar de la emoción del torneo, los que lo protagonizan y los que lo miramos, sin la agria sensación de ser cómplices de un blanqueo de imagen. Digámoslo de nuevo: cada uno adoptará la actitud que considere oportuna hacia el campeonato. Habrá quienes prefieran ni mirar.

El magnetismo de Messi

Los que sí prestaremos atención tenemos un sinfín de elementos en los que fijarnos. Hasta dónde llevará Luis Enrique a una selección confeccionada sin más compromiso que consigo mismo, por ejemplo. O cómo le irá a Leo Messi, quien seguramente ha convertido a Argentina en el segundo equipo preferido de todo el mundo. Se supone que el primero es el país del que es uno, aunque es muy posible que en muchos casos el orden se invierta, tal es el magnetismo del rosarino.

El espectáculo global se pirra por los desenlaces épicos de las grandes leyendas. Messi, a sus 35 años, jugará con el respaldo de una nación siempre al borde del histrionismo pero también de los millones de aficionados que le identifican como el mejor en patear nunca un balón y que saben que le falta el premio definitivo. Enfrente -subjetividad al canto- habrá un Brasil con pinta de favorito al trono pero con algunos futbolistas cuya actitud narcisista (Neymar, Vinicius) generan altas dosis de desapego. Fobias y fibias de un Mundial, tan atractivo sobre el césped como apestoso puede serlo fuera.

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