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Estrategia de la tensión en Brasil

Seguidores de Bolsonaro durante un protesta este miércoles.

Seguidores de Bolsonaro durante un protesta este miércoles. / Reuters

Albert Garrido

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El periodo transitorio abierto en Brasil a raíz de la victoria electoral de Luiz Inácio Lula da Silva ha adoptado un inquietante perfil trumpiano, cuya representación más recordada es el asalto al Congreso el 6 de enero de 2021 por una multitud excitada por el presidente saliente. La versión brasileña de la estrategia de la tensión aporta una variable a esa atmósfera política tóxica: Jair Bolsonaro ha aceptado el resultado -nunca lo hizo Donald Trump-, ha desautorizado el bloqueo de autopistas y carreteras por camioneros enardecidos, pero ha legitimado las manifestaciones frente a los cuarteles en las que los concentrados piden la intervención del Ejército para cerrar el paso a Lula camino de la presidencia. El argumento para apoyar a los concentrados -ejercen, dice, un derecho democrático- es tan pueril como oportunista porque nada tienen que ver los usos democráticos con la incitación al golpe de Estado que anima a la extrema derecha.

Se da así la paradoja de que mientras el gabinete de transición de Lula ha iniciado las reuniones con el Gobierno en funciones, la ambigüedad de Bolsonaro enrarece el ambiente de acuerdo con una estrategia puesta en marcha a partir del momento en que el Tribunal Supremo Electoral certificó la victoria de Lula por estrecho margen. El silencio del presidente durante dos días sin reconocer el triunfo de su oponente, una anormalidad absoluta, sembró toda clase de dudas acerca de su compromiso con la democracia; el tenor de la protesta de sus seguidores a partir de la mañana del lunes no ha hecho más que engrandecer las incógnitas que se ciernen sobre el proceso que debe desembocar el 1 de enero en la asunción por Lula de la presidencia. Ni siquiera la unanimidad de la comunidad internacional al felicitar al vencedor disipa los temores de que algún movimiento telúrico pueda alterar el pulso de Brasil en los dos próximos meses.

La economista Laura Karpuska subraya en Folha de Sao Paulo el hecho de que la derecha carece de una personalidad que no flirtee con los extremismos; la periodista Vera Magalhaes, a la que Bolsonaro llamó “vergüenza de la profesión” durante un debate electoral y que en otra ocasión fue acosada por un diputado afecto al presidente, destaca en un artículo publicado en O Globo la complejidad de aislar a la extrema derecha y de separarla del conservadurismo clásico, civilizado, cabe decir. Se trata de dos formas de poner el foco en un hecho que no es solo distintivo de Brasil, sino que, en términos generales, se da en todas partes: la progresiva contaminación de la derecha por el nacional-populismo ultra, sea a través de coaliciones en las que la extrema derecha desempeña un papel relevante -Italia, el último caso- o mediante la colonización de organizaciones con una larga y sólida historia, como sucede en Estados Unidos con el Partido Republicano.

La singularidad brasileña estriba en el hecho de que el afianzamiento de la extrema derecha se da mientras en su entorno se asientan gobernantes de corte progresista. Sea por las dimensiones del país y de su economía, sea por el enorme peso del sector agroalimentario y del extractivo, sea por desigualdades lacerantes, sea por los beneficios inconfesables obtenidos por una minoría en la Amazonia, sea por la histórica y radical fractura social entre ricos y pobres en las grandes ciudades -la prosperidad máxima y la tragedia de las favelas separadas apenas por la anchura de una calzada-, sea por la combinación de todos estos factores y algunos más, el gigante de América del Sur, la primera economía de Latinoamérica, el país del futuro, según escribió hace ochenta años Stefan Zweig, es una singularidad política absoluta. Y al prestar atención a las razones de algunos de los concentrados frente a instalaciones militares o al ver en la televisión a seguidores bolsonaristas en Sao Miguel do Oeste, todos con el brazo en alto (el saludo romano) cantando el himno de Brasil, aún resulta más palmaria tal singularidad.

Como ha escrito el exministro boliviano Manuel Canelas, la derrota electoral no ha traído aparejada una derrota cultural. Lo ajustado del resultado lo hacía imposible: más de 58 millones de votos frente a los más de 60 millones obtenidos por Lula constituyen la foto fija de una sociedad partida en dos en cuyo seno el candidato vencido cuenta con resortes de todo tipo para alterar el pulso a la cultura democrática. Que Bolsonaro haya perdido por el camino el patrocinio de la Casa Blanca no significa que se ha quedado sin herramientas políticas -el control momentáneo del Parlamento- y emocionales -la movilización en la calle- para seguir al frente de una derecha y una extrema derecha variopintas que no tiene más líder que él.

“La mayor amenaza para la democracia es la desconfianza”, escribe el sociólogo Jorge Galindo en Letras Libres. “Es la lógica circular de la conspiración -añade Galindo más adelante-. Cuando a Bolsonaro se le razonaba sobre por qué el proceso electoral brasileño estaba diseñado mecánicamente para reducir las probabilidades de fraude, dirigía su cuestionamiento hacia un objetivo inmediatamente anterior o paralelo: los sistemas de votación. (…) No hay autoridad posible, no hay credibilidad fuera del círculo de confianza definido por el líder”. El presidente en funciones es difusor visible de una cultura antidemocrática disfrazada de preocupaciones democráticas, que ha desacreditado todos los trabajos de prospectiva, sondeos y aproximaciones preelectorales porque, a pesar de perder, ha mejorado el resultado de 2018 con un buen puñado de votos más.

¿Cómo es posible en tal caso que salga vencido si no es a causa de un fraude sellado por el Tribunal Supremo Electoral?, se preguntan sus seguidores. A partir de ahí, aunque el interrogante sea una trampa para poco avisados, la respuesta del bolsonarismo es remitirse a la desconfianza manifestada por el líder durante la campaña. Poco importa que este acate el resultado: la siembra de la conspiración dio sus frutos en cuanto se supo que el ganador era Lula y Bolsonaro se mantuvo dos días en silencio. Y ese clima de desconfianza, esa sensación de ser víctimas de una monumental trampa institucional, exacerba los ánimos, pone en duda la limpieza del proceso y cohesiona el universo bolsonariano a través de una cultura política que estima imposible la derrota en las urnas.

Nada de todo eso es especialmente novedoso: Donald Trump puso en práctica la misma estrategia al ser en 2020 el candidato derrotado con más votos en la historia de Estados Unidos y ha alineado para las elecciones del martes a un numeroso equipo de aspirantes republicanos que no han aclarado si aceptarán el resultado del escrutinio sea cual sea este. El daño causado a la cultura democrática es enorme.

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