Ni un patinete
La mente del fanático es fascinante: 'Mi equipo ha perdido 1-7, ¿qué podría hacer ahora para calmar mi pena y sentirme mejor? ¡Quemar un autobús!'
Enrique Ballester
Periodista
De vez en cuando recuerdo uno de mis partidos favoritos de la Copa del Mundo: el asombroso 1-7 de Alemania a Brasil en el año 2014. Me gusta en especial porque la lógica saltó por los aires a los pocos minutos de juego y no volvió a la tierra hasta varios días después.
Suelo recordar también la iracunda reacción de algunos hinchas brasileños: en varias ciudades del país se dedicaron a quemar autobuses. El ser humano es sin duda un asunto fascinante y la mente de los fanáticos todavía más. Los imagino pensando 'le han metido siete goles a mi equipo y nos han eliminado del Mundial, ¿Qué podría calmar ahora mi honda pena? ¿Cómo debo reaccionar a este inesperado acontecimiento? ¿Qué podría hacer yo para sentirme algo mejor? ¡Ya está, ya lo tengo! ¡Quememos un autobús!' Pues claro que sí, campeón.
Me gusta también imaginar que los propios autobuses estarían escuchando el partido en la radio -en la que tienen ellos mismos incorporada-, asustándose con cada gol de Alemania, pensando 'esto se está poniendo feo, madre mía qué noche nos espera'. Me gusta imaginarlos saludando a otros autobuses cuando se cruzaran durante sus rutas por las calles de Brasil, deseándose suerte para las horas posteriores y compartiendo escondites: 'ojalá no te toque, irmão'.
Me gusta pensar por qué podría yo llegar a quemar un autobús, en un momento dado, y al final siempre resuelvo que no quemaría ninguno porque me daría demasiada pereza. Me parece además una maniobra más efectista que efectiva, con malos réditos en cuanto a riesgo y recompensa. Como mucho quemaría un patinete eléctrico, y por perder un partido de fútbol os aseguro que no. Si fuera así ya no quedarían ni autobuses ni patinetes en todo Castellón.
Habrá quien considere la quema masiva de autobuses una involución, pero hay que tener en cuenta de dónde venimos como especie, hay que valorarlo mejor. Hace milenios, según dicen, el juego de pelota mesoamericano incluía en ocasiones sacrificios humanos. Te jugabas la vida literalmente, que eso era jugar de verdad con presión y no lo de estar tenso ahora por si pierdes un balón y te pita algún abuelo sin dientes en el Camp Nou.
Con autobuses o sin ellos, con dientes o sin ellos, cada nueva temporada cometo el mismo error. Pedir a todo esto del fútbol algo de rigor. Cada año busco respuestas racionales y equilibradas que justifiquen el tiempo y el dinero que destino a mi equipo. Quiero lógica cerebral donde solo manda la sangre y la emoción.
Cada año se me olvida que no es necesaria ninguna explicación. Se me olvidan los aspectos más básicos. Se me olvida lo mejor: no hacen falta razones para el amor. Ni largos discursos teóricos que nos hablen de arraigo e identidad ni argumentos forzados sobre los principios y el valor. Ni siquiera la promesa del éxito del ganador. Todo eso sirve para preparar un bonito envoltorio, pero el interior es algo más simple: una pelota, sentirse vivo y perseguir cualquier ilusión. La búsqueda de la felicidad que a veces conlleva un reguero de dolor. El fútbol y nosotros, como siempre, una dosis asumible de caos. A ser posible, sin sacrificios humanos ni quema de vehículos con o sin motor.
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