Teatro

Memoria inútil

Memorizar (que no estudiar) es pura mecánica. Es elegir un párrafo de un par de líneas a lo sumo y repetirlas machaconamente hasta dejarlas fijas en la zona cortical que corresponda

Albañiles dan los últimos retoques en las obras de rehabilitación del 120 de la calle de Pirineus.

Albañiles dan los últimos retoques en las obras de rehabilitación del 120 de la calle de Pirineus. / periodico

Josep Maria Pou

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No deja de asombrarme el mecanismo por el que se rige la memoria. Y no hablo de oídas. Son ya muchos años en el ejercicio de estudiar textos para el teatro, el cine y la televisión. Largas y complejas tiradas de versos, en ocasiones. Cada texto requiere de un proceso especial y es por eso que cada actorcillo tiene su librillo. El mío (lo he contado varias veces; quizás ha llegado el momento de asumirme ya como 'abuelo batallitas') tiene que ver con salir a la calle temprano, como quien sale para el 'footing' matutino, con el texto en la mano y la memoria dispuesta, y ponerme a caminar (que no trotar) mezclado (que no agitado) con la vida de la ciudad. Soy incapaz de memorizar a solas y en silencio en las cuatro paredes de un interior. Necesito del ruido urbano para que el texto, repetido una y otra vez en voz alta, perdido su sentido, se confunda con el bullicio y se haga más sinsentido todavía. 

Memorizar (que no estudiar) es pura mecánica. Es elegir un párrafo de un par de líneas a lo sumo y repetirlas machaconamente hasta dejarlas fijas en la zona cortical que corresponda. Luego sumarle otras dos, y otras dos, y otras dos… Tiene mucho que ver con el trabajo del albañil: un ladrillo, mortero, pegar y nivelar; otro ladrillo, más mortero, nuevo pegado y nuevo nivelado; y así hasta dejar levantada la pared, es decir, memorizada la página entera.

Después, a esa pared hay que darle un sentido: recubrirla de yeso, alisar perfiles, elegir color. Vestirla de significado, en definitiva. Eso se produce, con el resto de los actores y de la mano del director, durante el período de ensayos. Y así, frase a frase, concepto a concepto, ladrillo a ladrillo, acaba construyéndose el edificio de la representación, tan etéreo a los ojos del espectador como firme, pétreo y trabajosamente armado de puertas para adentro. 

Si les confesaba, al principio, mi asombro ante el funcionamiento de la memoria, es porque esta semana me he reencontrado, después de nueve meses de letargo, con mi viejo y querido amigo Cicerón, a propósito de una nueva andadura pospandémica. Y, casi sin necesidad de acudir al texto (apenas una mirada de reojo), las palabras han vuelto a fluir como si los nueve meses no fueran sino nueve segundos transcurridos. Enseguida caigo en la cuenta, en cambio, que lo que yo creía mérito de la memoria no es sino demérito de la historia. Porque lo que nos decía Cicerón hace un año (o hace dos, si acudimos a la fecha de su estreno) sigue siendo como escrito ahora mismo. Es como si nada hubiera cambiado. Advertía entonces Cicerón : “No necesitamos héroes; lo que necesitamos es elegir a los mejores para que nos representen”. Y seguía: “Todo ciudadano debe emplearse en mejorar su comunidad; es una exigencia moral”. Para terminar, rotundo: “Al final ya no se sabe que es peor, si un incompetente defendiendo una buena causa o un excelente imponiendo su arbitrariedad”. 

Ya lo ven: tan de ayer como de hoy. Y me temo que, inevitablemente, de mañana.

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