Memoria del 11-S
Ante las imágenes que los televisores han vertido repetidamente estos días, los recuerdos se desencadenan en cascada
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Josep Maria Pou
Actor y director teatral
Josep Maria Pou
Empiezo a tener relaciones peligrosas con la memoria. Juega conmigo a su antojo. Se atasca, a veces, en el momento más inoportuno y fluye suelta, en cambio, cuando menos me lo espero. Le basta, en ocasiones, un mínimo estímulo –un olor, un color, una fecha, una palabra– para que brote descontrolada hasta dejarme empapado en recuerdos. Hay otras, en cambio, en las que se cierra en banda y, terca como una mula, no atiende a súplicas ni razones. Ella es la responsable de mi cara de imbécil cuando no consigo recordar el nombre de la persona que me abraza de manera efusiva y que, familiar, se permite, incluso, darme unos cachetitos en la mejilla. «¿Cómo se llama, por Dios? Anda, memoria, no seas cabrona y dime quién es, cómo es, a qué dedica el tiempo libre. Chívame su nombre. Acércamelo, por lo menos, a la punta de la lengua, que ya me encargaré yo de soltarlo en su momento. Por favor. Dame una pista, siquiera». Nada. Y lo mismo con el título del libro que han recomendado en la radio esta mañana o la calle del restaurante donde cené anoche después de la función. Desesperante. Es luego, a la mañana siguiente, cuando ya maldita la falta que hace, que el nombre del amigo se me aparece escrito en la frente y no puedo evitar gritarlo en voz alta, «¡Arturo! ¡Arturo Calatrava, de la Laboral de Tarragona!», ante el asombro de quienes, como yo, esperan en la cola del super. La memoria, una vez más, jugando conmigo hasta el ridículo.
Estos últimos días, sin embargo, mi memoria ha vestido su cara más responsable y, sobrecargada de estímulos, me ha llevado en viaje acelerado hasta el día y hora exactos del suceso: 11 de septiembre de 2001. Estoy en Madrid, en el plató de Globomedia donde grabamos la serie 'Polícias'. Son las 3 y pocos minutos de la tarde. Reanudamos el trabajo tras la pausa de la comida. De repente, interrumpiendo la lectura de guion, alguien se asoma por la ventana del control central y grita: «¡Pou, sube a ver lo que está pasando en tu querida Nueva York! ¡Sube, rápido!» Subo, intrigado. «¡Subid todos!» Ante lo que parece una voz de alarma, me sigue todo el equipo. En las pantallas del control, se multiplican las imágenes. Recién llegados, se derrumba la segunda torre. Incredulidad. Asombro. Silencio. Apenas alguna palabra suelta. El estupor –nadie se atreve, todavía, a llamarlo miedo– nos inmoviliza. No es hasta cuatro horas después que alguien sugiere que estaríamos mejor en casa. Y cada uno enfila, cabizbajo, su camino de regreso.
Ante las imágenes que los televisores han vertido repetidamente estos días, los recuerdos se desencadenan en cascada. Todos recordamos dónde estábamos y con quién. Qué hicimos, qué dijimos, qué sentimos. La memoria, en este caso, se ha portado. Lo malo es que abriéndole camino al recuerdo le hemos hecho sitio también al desasosiego. Vuelven, veinte años después, los mismos miedos. Y con ellos una nueva, temida pregunta: ¿estamos hoy más seguros que entonces? Bueno será ir haciendo memoria.
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