Apunte

La carta rusa

El nacionalismo catalán siempre ha tenido la tentación de buscar en Moscú el apoyo que les negaba París o Londres. No son los nuestros, pero son los únicos que nos pueden ayudar

Archivo - Arxivo - L'expresident de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont en una imatge d'arxiu

Archivo - Arxivo - L'expresident de la Generalitat de Catalunya Carles Puigdemont en una imatge d'arxiu / David Zorrakino - Europa Press

Andreu Claret

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Antes de autorizar contactos con los servicios secretos rusos, Carles Puigdemont debería haber tenido en cuenta la experiencia de los antecesores suyos que intentaron buscar en Moscú el apoyo que les negaba Paris o Londres. El nacionalismo catalán siempre ha tenido esta tentación. Siempre ha actuado con la máxima de que no son los nuestros, pero son los únicos que nos pueden ayudar. Con escasa fortuna, por cierto, salvo en el caso de Lluís Companys, que cultivó la amistad con el cónsul de la URSS en Barcelona, Vladimir Antonov-Ovseienko, para asegurar que los barcos soviéticos trajeran comida para la retaguardia y armas para el frente. No le fue mal hasta que el cónsul fue llamado a Moscú para ser fusilado y José Stalin dio por perdida la guerra civil española. 

El intento de Macià de sacar algo de los rusos fue tragicómico. Viajó a Moscú a finales de 1925 para pedir el apoyo de los bolcheviques al levantamiento armado de Prats de Molló. Fue en busca de armas y dinero y volvió con las manos vacías, tras esperar un mes a ser recibido en un hotel de la plaza Roja del que no podía salir por la inclemencia del invierno moscovita. Se quedó con las ganas de ver a Stalin, y solo le recibió Nicolai Bujárin, que pronto correría la misma suerte que Antonov-Ovseienko. Macià solo sacó una vaga declaración a favor del derecho a la autodeterminación, a pesar de acudir a la cita acompañado del líder del PCE. “El separatista es demasiado viejo y el comunista demasiado joven", garabateó Bujarín en una nota despectiva. 

Ni siquiera Jordi Pujol escapó a esta tentación. Lluís Prenafeta, su hombre de confianza, también pasó largos días en un hotel cercano al Kremlin, esperando ser recibido. En este caso, no era para pedir armas, ni adhesiones a una independencia que no entraba en los planes de Pujol. Era para algo mucho más serio: obtener una concesión de petróleo para Occidente. Todo terminó en un engaño de los ‘zuliks’, los granujas que proliferaban tras la caída del comunismo. Su proyecto de crear una lotería en San Petersburgo corrió la misma suerte. La misma mala suerte que parecen haber sufrido ahora los allegados de Puigdemont.   

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