Verano en la ciudad

Los ojos en el ombligo

Agosto en Madrid. Sí, yo soy de las que disfruta de esa calma, la que no encuentro en aeropuertos, estaciones o playas abarrotadas de gente ansiosa por huir de la ciudad, de la vida cotidiana y los vecinos

Parque del Retiro, en Madrid

Parque del Retiro, en Madrid

Silvia Cruz Lapeña

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Cuando una es nueva en un sitio cae fácilmente en sus trampas. “Qué bien se está en Madrid en agosto” es la más perfecta. Hay poca gente, todo o casi todo está abierto, con suerte no aprieta el calor y por la noche refresca. El ritmo de trabajo (dicen) baja aunque, en realidad, lo que baja es el estándar. En mi oficio, nadie contesta al teléfono, quien contesta no tiene ganas, quien tiene ganas puede ser poco interesante y así es, querido lector, como acaba una pariendo (no nacen solas, alguien las gesta) serpientes de verano.

Agosto en Madrid. Sí, yo soy de las que disfruta de esa calma, la que no encuentro en aeropuertos, estaciones o playas abarrotadas de gente (este año más que nunca o con más ganas) ansiosa por huir de la ciudad, de la vida cotidiana y los vecinos. Pero como canta C. Tangana con Veneno, hasta las tontas tenemos tope, y un día al salir a la calle, el sopor de agosto no me impide ver la realidad sin el velo del bochorno. 

Así, tras muchas noches mirándolos sin verlos, me acerco a ellos. Son nueve, y sobre las 11 de la noche se tumban ante una de las puertas del Retiro. No me dicen cómo se llaman y yo no insisto: sé que para acreditar una fuente lo primero es dar el nombre, pero yo soy nueva en Madrid, no en mi trabajo, y con o sin calor sé hace muchísimo tiempo que hay cosas que son indecentes. Intento no serlo, y no me lo siento, pero acabo siendo lo que son siempre los privilegiados: invasiva. ¿A qué cama me acercaría sin avisar y con ese descaro?

Cómo lo llevan, pregunto, en estos días donde el calor no ha dado tregua. Mi interés provoca sus sonrisas, alguna risa y que hablen entre ellos en su idioma y no conmigo. Solo uno, quizá el más mayor aunque es difícil decirlo, señala las botellas de agua y responde: “Aquí bien”. Contesta haciendo un aspaviento con la mano, como invocando al aire que sale de un parque enorme lleno de fuentes y clorofila que hasta en esas noches tórridas cierra sus rejas y los mantiene presos, desde fuera, del calor y las miradas ajenas.

Al día siguiente leo en ‘El País’ un artículo que explica que mucha gente en Madrid al acabar su jornada (sobre todo en residencias, cuidando mayores, limpiando casas) coge un autocar, a la pareja y los críos para pasar el día y parte de la noche en Benidorm y volver de madrugada. Es un tute, pero algo hay que hacer en verano para combatir el calor, entretener a los críos y despejar la mente. 

Mi casa es fresca. Tengo aire acondicionado. Y un sueldo para pagar, aunque con rabia, la factura de la luz. Del asfalto sale fuego, pero la bici me salva. Incluso en las peores horas si aprieto bien el muslo, me alivia el viento. Eso, si tengo suerte y en alguna de las estaciones de Bicimad hay algún vehículo en condiciones: muchas estaciones no anclan o no desanclan; hay ruedas desinfladas; frenos inútiles y sillines, como la nueva normalidad, inestables. Sí, mi primera reacción ante la frustración es ponerme lírica. Luego, como ejemplar ciudadana del siglo XXI, me enfado mucho, lo comento con quien puedo (que es con quien queda) y, solo cuando llevo días renegando, dejo el lamento y decido informarme. El ayuntamiento dice que la culpa es de los vándalos, pero los representantes sindicales de la Empresa Municipal de Transportes explican que falta personal en mantenimiento. Así, una de cada tres bicis sigue estropeada. El consistorio afloja y asegura que en septiembre aumentarán la plantilla en 25 personas. Mientras, conceden contratos a empresas externas.

Tengo calor y no tengo bici, y al decirlo, noto que menguo. Es algo que me empezó a pasar la primera vez que dije que agosto en Madrid es como la lluvia en Sevilla. Luego, perdí otro par de centímetros al quejarme del fuego que sale del suelo mientras elegía vestido para ir a ese restaurante donde dicen los entendidos que compiten en frescura la terraza con las vieiras. Al usar el 'eyeliner', descubro por qué decrezco: se me han bajado los ojos a la altura del ombligo. No cambio de atuendo, ni anulo la cita, pero pienso en tatuarme en esa zona algo que la escritora Alejandra Pizarnik le ordenó a su amiga Ana Barrenechea en una carta: “No hablemos más del asunto: no es de pobres hablar de la pobreza”.

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