El respeto relativo
Elizabeth Barrett Browning advirtió contra ese tipo de respeto que en realidad es absoluto desprecio en su feminista ‘Aurora Leigh’
Silvia Cruz Lapeña
Periodista y Jefa de Actualidad en Vanity Fair
Silvia Cruz Lapeña
Sigo midiendo los años como si fuera a la escuela y los veranos como un tiempo sin exámenes pero en el que rindo cuentas. Fin de año sigue siendo para mí San Juan, el día de la hoguera y el inicio de la temporada de lecturas duras. Ese es el motivo por el que pasé unas vacaciones siguiendo a Nietzsche por Turín. También con el calor conocí a Alfanhuí, que a quien diga que no es duro, le invito a que lea ese tratado sobre el color y el crecer siendo adulto y en una mala racha. Hágalo, y verá como el niño de los ojos amarillos se vuelve bofetada y mofa.
También en verano leí ‘Middlemarch’, la mejor novela del mundo, y “conocí” a su autora, George Eliot, que este julio volvió a mí gracias a ’Ensayos y hojas de un cuaderno’, editado por La Uña Rota, un libro que incluye críticas literarias, ensayos sobre filosofía alemana o notas de un cuaderno de viaje. Todo escrito antes de que Mary Ann Evans se llamara George Eliot y escribiera novelas. Si algo bueno tienen las buenas es que te conectan con las mejores. Y así, la lectura de uno de sus artículos, ‘Novelas tontas de señoras novelistas’, me devolvió de cabeza a las páginas de otra mujer brillante: Elizabeth Barrett Browning, pues Cátedra sacó hace unos meses una edición magnífica de ‘Aurora Leigh’, novela en verso que debería leerse en los colegios en lugar de los libros que cambian el final o las tramas de los cuentos para adaptarlos a las leyes y la moral actuales.
Y es que todo el feminismo está en ‘Aurora Leigh’: “No te satisfarán jamás esos elogios que los hombres dirigen a las mujeres cuando juzgan un libro, no como una simple obra, sino como obra de simple mujer, mostrando ese respeto relativo que no es sino absoluto desprecio”. Esa idea está también en el artículo de Eliot, donde se queja de la abundancia de títulos vacuos escritos por vanidad o para cumplir una misión, más que por la necesidad de escribir. También ataca a los hombres condescendientes que los alaban por razones como las emociones que suscitan o “los principios firmes” que defienden. Como si tener (o creer tener) razón hiciera bueno un libro.
Para Eliot, “la alabanza moderada y la crítica severa” son el mejor homenaje, y advierte: “No se apresuren a publicar aquellas mujeres que no estén preparadas para las consecuencias”. Y claro que con “consecuencias” no se refiere a insultos ni faltas de respeto. Las consecuencias son las de un trabajo público: la crítica, el escrutinio, que alguien te ponga medallas pero también pegas. Barrett habla de poetas y Eliot de novelistas, no tanto de activistas (aunque Eliot hace mención a las mártires), que es el tipo de autor y autora que más se publicita hoy y a quienes se elogia su causa, no su traza. Pero del mismo modo que saber escribir no convierte a nadie en escritor, sufrir no dota a nadie de talento. Sí lo tenían Barrett y Eliot, se esté o no de acuerdo con ellas. Y en tal cantidad que, tras leerlas, se siente una chata, hasta casposa, y con ganas de escribir, pero no de publicar.
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