Conocidos y saludados

Adiós, poeta

En auditorios, bibliotecas, salas y teatros, Joan Margarit compartió la voluntad de acercar al oyente y admirador, al lector y espectador, el clamor social de un mundo tan real como crudo

Joan Margarit

Joan Margarit / periodico

Josep Cuní

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Puedo escribir los versos más tristes esta noche, nos dijo Pablo Neruda, y Joan Margarit pidió la vez. Años más tarde, Chile le concedió “al creador de la fuerza lírica de su lengua catalana y por la calidad de su poesía” el premio iberoamericano que lleva el nombre de quien había escrito aquellos y otros muchos poemas de amor y una canción desesperada. Se lo comunicaron desde Isla Negra, allí donde sobre rocas entradas en las aguas bravas del océano mal llamado Pacífico está la casa museo de quien el galardonado elogió “los versos más hermosos que se han escrito nunca”. Y a pesar de la distancia, la voz del posteriormente premio Cervantes, fuerte y contundente, grave y expresiva, hizo retronar las paredes impregnadas de recuerdos declamando un fragmento de 'Meditación' en el que el chileno reclama tener “el derecho al sueño soberano, a descansar con los ojos abiertos entre los ojos de los fatigados”. 

Así está ahora Joan. Compartiendo sus anhelos con “un buen maestro, un gran maestro. Algo tan duro de llegar a él como también para quitárselo de encima”. Lo dijo advirtiendo su desconcierto por el nombre del premio: “Es muy importante lo que ha significado en mi vida Pablo Neruda a mis 79 años”. Vivió dos más y el del confinamiento. 

A Joan Margarit i Consarnau (Sanahuja, 11/5/1938 – Sant Just Desvern 16/2/2021) no le importó ni la reclusión por la pandemia ni la limitación por la enfermedad. De hecho, decía, esa situación le era tan natural que no le hubiera importado residir más tiempo en unas condiciones de las que sacaba provecho observando y creando lo que después quedaría plasmado en un libro. El que aparecerá en breve con 67 poemas en uno de los cuales explica que pensaba “que me quedaba todavía tiempo para entender la honda razón de dejar de existir”. Para después constatar que no. Que “me libera la muerte. Permite, indiferente, que me vaya acercando hasta alguna verdad. Inexplicablemente, esto me ha emocionado”. 

Cómo le hubiera encantado poder convocar en estadios repletos a un público ansioso de versos como aquellos que había llenado su amigo Yevgueni Yevtushenko en la Rusia del deshielo clamando que no existen hombres poco interesantes. A falta de recintos tan amplios y posibilidades tan sorprendentes, Margarit se conformó con auditorios, bibliotecas, salas y teatros desde donde compartió la voluntad de acercar al oyente y admirador, al lector y espectador, el clamor social de un mundo tan real como crudo, que entendía que un poema no era un diario íntimo sino el reflejo de la proximidad del ser humano al animal con el que, con la edad, nos vamos confundiendo. 

Podían acompañarle músicos de jazz y su hijo al saxo, así como destacadas voces que adaptaron parte de su obra. Paco Ibáñez, en especial, con quien se subió exitosamente a un escenario de Madrid. O Joan Manuel Serrat, que le felicitó su 80º aniversario. Porque Joan Margarit tuvo varias vidas que quedaron resumidas en dos como los mandamientos de su infancia. Y ambos se fundían en la arquitectura. La física del cálculo de estructuras y la literaria de las emociones.

Jorge Edwards convirtió en personaje principal de su libro de memorias al mismo Neruda que marcó a Margarit. Y lo tituló como estas líneas. Con la simple pero dolorosa despedida que hoy merece el poeta bilingüe.

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