Opinión | Editorial

Actualizar la Constitución

La mejor manera de festejar el Día de la Constitución es hacer balance del grado de cumplimiento cotidiano de los derechos y deberes allí regulados

Los exteriores del Congreso albergarán los actos por el 42 aniversario de la Constitución.

Los exteriores del Congreso albergarán los actos por el 42 aniversario de la Constitución. / EFE

Es obligado, coincidiendo con el 42º aniversario del referéndum constitucional de 1978, que las Cortes Generales celebren la efeméride y que las fuerzas políticas allí representadas subrayen los aspectos de aquel texto fundacional con los que más se identifican. Sin embargo, el mejor servicio que podrían prestar a la Carta Magna sería traducir en la acción política cotidiana los valores constitucionales, empezando por el espíritu que los hizo posibles: la voluntad de pacto y consenso entre diferentes. Unos valores que no pueden quedar anquilosados en los protagonistas de aquel momento, sino que deben impregnar las negociaciones de hoy. Es un contrasentido, por ejemplo, que los grandes partidos vitoreen la Constitución y, por el contrario, no se pongan de acuerdo en la renovación de los órganos constitucionales, empezando por el Consejo General del Poder Judicial y siguiendo por el Tribunal Constitucional. O pretendan reformar unilateralmente su regulación legislativa. 

Es normal que existan visiones distintas de nuestra Carta Magna. El texto, fruto del pacto entre fuerzas que provenían del antiguo régimen y de la oposición democrática, es necesariamente ambiguo. Una ambigüedad que no ampara el intento de algunos de identificar la lealtad constitucional con la sensibilidad que ellos representan o con alguna de las instituciones del Estado que allí se fundamentan. Cada fuerza política puede decidir cuáles son sus prioridades en el momento de aplicar los principios constitucionales, pero no pueden pretender que son menos constitucionalistas los que defienden la escuela pública que los que defienden la concertada, o que los que insisten en el derecho a la vivienda lo son menos que los que ponen en primer plano la Monarquía. Esta dinámica perversa es especialmente lacerante en el caso paradigmático del artículo 2, que proclama que la Constitución «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española» y añade, acto seguido, que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones». El término «nacionalidad» designa a las naciones históricas del Estado compuesto que es España. La Constitución consagra igualmente la unidad y la diversidad. 

La única condición

El problema surge cuando las grandes fuerzas políticas, herederas del pacto constitucional, olvidan el carácter consensual y el espíritu abierto que lo hicieron posible. Y utilizan la Constitución como arma arrojadiza. De igual manera que las fuerzas que no se sienten vinculadas a aquel pacto olvidan que su reforma debe contar, al menos, con el mismo grado de acuerdo que aquel momento. La única condición, que se impone a todos los actores, es aceptar las reglas del juego que nos dimos en 1978.

La mejor manera de defender la Constitución es actualizarla en el día a día de la política. Defendiendo las instituciones, todas. Y siendo igualmente tajantes con los que han pretendido cambiarla saltándose las leyes como con los que agitan un ruido de sables que resuena como ruido de chatarra. La respuesta de los partidos, de la judicatura y de la jefatura del Estado debe ser proporcional en cada caso a la magnitud de la amenaza, pero igual de contundente.

La Constitución no se pueden anquilosar, exige renovar consensos e incorporar a nuevos actores políticos, nuevos derechos, la integración europea, el cambio climáticos, el estatus de la Monarquía y, como argamasa, una cultura federal que conjugue diversidad e igualdad.