IDEAS
Toque de queda y cinismo
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
Cuando falta una hora, a las nueve de la noche, salgo a pasear por mi barrio. Las calles se aquietan, los restaurantes sirven las últimas comidas para llevar. En el paseo del Born, unos chicos beben cerveza alrededor de un banco de piedra. En el paseo de Picasso, los sintecho ya han montado sus tiendas Quechua o las cabañas de cartón, quién sabe si para cumplir con la ley –están en la calle y a su vez duermen en un simulacro de hogar–. Los que pasan por su lado van deprisa, con pies ligeros, y el silencio lo hace todo más sombrío. ¿Cómo es posible, me digo, que nos hayamos dejado imponer tan fácilmente el toque de queda? La situación es muy grave y pide medidas extremas, ya lo sé, y la población es inmadura, pero no puedo evitar ver en ello un instinto marcial y de control. Encerrados en casa a la fuerza, somos lo contrario de los cuerpos desobedientes que teoriza Judith Butler.
Es inevitable ver un instinto marcial y de control en la imposición del toque de queda
Al principio el gobierno lo llamó “restricciones de movilidad”, como si el tecnicismo pudiera colar, pero enseguida lo llamaron toque de queda. La expresión tiene una gravedad que remite a los conflictos bélicos y la represión social. Estos días leo ‘No digas nada’ (Reservoir, en catalán en Periscopi), la crónica de Patrick Radden Keefe que sigue el conflicto de Irlanda del Norte a través de un episodio brutal: el secuestro y asesinato, en Belfast, de una madre de 10 hijos. Radden Keefe describe el momento en que se impuso el toque de queda sobre todo un barrio, con los soldados patrullando las calles y los vecinos mirándolos desde las ventanas “con un desprecio indisimulado”. La situación, dice, junto con la respuesta a los botes de gas que lanzaba la policía, unió al barrio en “una hostilidad agresiva”.
Aquí, pienso, la hostilidad puede crecer por otras razones más cínicas, como el escarnio del martes en Madrid: todos esos políticos, militares y empresarios cenando juntos y sin medidas de seguridad. A las diez menos cinco estoy ante el portal de mi casa. Pasa un taxi libre, luego un repartidor en bicicleta, luego un coche de la policía. Todos van despacio. Ahora podría apostarse un francotirador en una ventana, me digo, y me estremezco de mi exageración.
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