El azote del covid-19
El dolor de los demás
Cuando todo esto pase, habrá que reivindicar la alegría, cueste lo que cueste. Pero, entre tanto, me cansan el ruido, la palabrería vana, las comparecencias huecas
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
El virus de las narices hizo que la ‘diada’ de Sant Jordi resultase más rara que un caracol con cejas, convertida en un maratón frenético de intervenciones por YouTube, Zoom, Instagram y demás redes sociales, algo a lo loco, para no quedarnos mano sobre mano, aterrorizados como estamos por lo que se viene encima, desde el que vende libros hasta el que sirve cañas en los bares. En uno de esos juegos virtuales, me pidieron que, para paliar el encierro y la grisura de los días pasados, ‘recetara’ a un hipotético lector un libro de una marcada estética mediterránea, con sus azules, sus blancos, la calma… No tuve demasiado tiempo para dedicar al asunto, así que persistí en la idea del primer título que me vino a la cabeza, una joyita editada por Valeria Bergalli en Minúscula. Se titula ‘La isla’ (1942), un relato breve del triestino Giani Stuparich del que recordaba bien el paisaje, la luz despiadada, el somnoliento sopor de la sobremesa, el resplandor del sol sobre el espejo del mar. La “gustosa nada de la vida”.
Pensé luego en Lawrence Durrell, en Corfú y en los limones amargos de Chipre, pero supongo que el subconsciente quiso llevarme por una senda más acorde con los tiempos que vivimos. ‘La isla’ habla del duelo. Un hombre enfermo, ya en fase terminal, pide a su hijo que lo acompañe por última vez a la isla adriática de donde es originaria la familia, un guijarro en el agua donde vivieron días lejanos y felices. Los dos hombres no tienen mucho que decirse, pero se sienten sencilla y confortablemente unidos en una despedida lenta, con tiempo, sin palabras casi porque no hacen falta. El hijo adulto afronta el sentido de la pérdida en crudo, sin asideros, pero el relato se convierte a la postre en una oda a la vida. Solo la compasión nos redime. El amor.
En estos días de pandemia, he sabido de un puñado de personas, en diferentes grados de cercanía, que no han podido despedirse como corresponde de sus padres, todos ellos ancianos incapaces de resistir la artillería pesada del virus, todos ellos abuelos en residencias. Unos chicos del barrio, cincuentones ya —eran cuatro o cinco hermanos varones, como los Dalton pero muy buena gente—, todavía no han recibido siquiera la urna con las cenizas. Ni un adiós ni acompañamiento ni luto. ¿Qué clase de despropósito contranatural es este? Confío que la Fiscalía investigue hasta el fondo del barro lo sucedido en los geriátricos; un servicio público no debería convertirse en negocio despiadado.
Cuando todo esto pase, habrá que reivindicar la alegría, cueste lo que cueste. Pero, entre tanto, me cansan el ruido, la palabrería vana, las comparecencias huecas, el trato condescendiente a los ciudadanos, las frases de autoayuda y baratillo, la falta de autocrítica del Gobierno, el trabajo sucio de la oposición y el desfase de la ‘consellera’ Meritxell Budó. ¿No se dan cuenta? Estamos agotados, desfallecidos y asustados por lo que habrá que afrontar a pecho descubierto. Solo pedimos un poco de cordura y honestidad.
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