Desigualdades educativas

Confinamiento y efecto escuela

Nunca antes hemos tenido la ocasión de ver tan claramente activarse el capital cultural y el capital social de las familias, ni de calibrar el valor añadido real del papel de la escuela

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zentauroepp53044943 garner200406200556 / ANTHONY GARNER

Xavier Bonal / Sheila González

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Son muchas las formas en que el virus que nos asola pone a la sociedad ante el espejo. Una de ellas es la de la educación y el aprendizaje. La situación inédita que ha producido la pandemia actual permite observar la realidad casi como un experimento social: eliminar de golpe la labor de la institución escolar (al menos la presencial) y observar a quién afecta más el parón. Se dirá que para ese viaje no hacían falta estas alforjas: afectará a los de siempre. Cierto. Pero nunca antes hemos tenido la ocasión de ver tan claramente activarse el capital cultural y el capital social de las familias, ni de observar las dispares reacciones de los centros escolares. Esto permite calibrar el valor añadido real del papel de la escuela para los distintos grupos sociales.

Las diferencias se deben parcialmente a la brecha digital. Según datos de Unicef, 300.000 niños y niñas españoles no usaron un ordenador en los últimos tres meses, o el 22% de jóvenes gitanos señalan no disponer de internet en casa por motivos económicos. Pero, al margen de las barreras digitales, donde más se evidencia la desigualdad es en las respuestas diferentes de los centros escolares y en la desigual capacidad de las familias para ofrecer actividades de formación y aprendizaje a sus hijos e hijas.

El confinamiento requiere como nunca de la complicidad de las familias en el proceso de aprendizaje. Mientras la clase media está haciendo una especie de curso acelerado de 'homeschooling', otros grupos sociales o bien no están en casa porque están trabajando o no disponen de los medios, recursos o capacidades para convertirse en maestros de escuela en una semana. A la desigualdad familiar se suma la desigual respuesta escolar. La información que nos llega sobre cómo los centros escolares están reaccionando al parón revela que algunas escuelas han construido horarios completos de clases 'online' y piden múltiples tareas escolares mientras que otras están completamente inactivas. Entre ambos extremos, las escuelas se activan de formas diversas, a veces como buenamente pueden. También en este caso es más que probable que observemos la existencia de una triple red, con escuelas concertadas y algunas públicas actuando de forma hiperactiva y desde lógicas colaborativas escuela-familia (o de atención al cliente) y otro grupo de escuelas públicas superadas por las condiciones de pobreza y vulnerabilidad del alumnado, cuyas familias sufren especialmente las consecuencias del nuevo escenario provocado por la pandemia.

Paradójicamente, el periodo de confinamiento pone de relieve la importancia de una institución como la escuela, cada vez más superada por sus competidores (aprendizajes en la red, educación no formal) y desubicada respecto a sus funciones sociales tradicionales. El efecto escuela sobre el aprendizaje se demuestra así casi irrelevante para aquellos colectivos con capacidad de sustitución inmediata, pero fundamental para aquellos con menor capital cultural. Curiosamente, son los primeros los más obsesionados con elegir escuelas con mayor calidad académica y composición social más homogénea, mientras que el comportamiento estratégico es más débil para quienes la escuela es realmente decisiva. 

El confinamiento desnuda muchos supuestos sobre la crisis de la escuela como institución, la irrelevancia de los docentes o las virtudes del autoaprendizaje como dogmas absolutos generalizables. Por más defectos que tenga y por más voces críticas que repitan que la escuela se quedó anclada en el siglo XIX, para ciertos colectivos sigue siendo la única tabla de salvación de la exclusión social y de la reproducción de la pobreza. El confinamiento desnuda a su vez los defectos de un sistema incapaz de dar una respuesta coordinada que vaya más allá de lo que cada escuela y, a veces cada profesora, sea capaz de ofrecer. En 2020 la brecha digital (tanto de acceso como de uso) está imposibilitando que muchos niños y niñas escolarizados en nuestras escuelas sigan aprendiendo. Se trata de un indicador implacable (y vergonzoso) de una desigualdad de oportunidades educativas que ahora vemos ampliada. No tener acceso a la red en el siglo XXI equivale a ser analfabeto a principios del siglo XX.

Hoy echamos de menos, más que nunca, una política educativa distinta, capaz de atender desde estructuras administrativas cercanas y flexibles a las necesidades de aprendizaje de los más desfavorecidos. Esperemos que de esta crisis surja también la oportunidad de cambiar.

*Profesores de Sociología de la UAB.