análisis

Con él llega el escándalo

Una opinión pública europea mayoritariamente refractaria cuando no abiertamente hostil acoge a Donald Trump con manifestaciones en la calle, persuadida de que los mensajes que difunde la Casa Blanca solo sintonizan con el nacionalismo de la extrema derecha

donald trump en londres

donald trump en londres / periodico

Albert Garrido

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Una opinión pública europea mayoritariamente refractaria cuando no abiertamente hostil acoge a Donald Trump con manifestaciones en la calle, persuadida de que los mensajes que difunde la Casa Blanca solo sintonizan con el nacionalismo de la extrema derecha. La sensación de que el gran aliado se ha convertido en el gran adversario o por lo menos el gran crítico, incapaz de mantener cierto grado de complicidad con el 'mainstream' europeo, muta a toda velocidad el vínculo atlántico, tan antiguo y fructífero para la seguridad y la economía de Occidente desde el final de la segunda guerra mundial. Frente a la sintonía con Barack Obama, al que cupo considerar el candidato y luego presidente deseado por los europeos, Trump surgió como una amenaza potencial, concretada después con su elección, sus salidas de tono y su falta de sensibilidad con los aliados.

Un artículo publicado en 'The New York Times' por Peter Wehner, que trabajó en tres administraciones republicanas, resume cuál es la actitud del presidente cuando considera que algo es contrario a sus designios o los entorpece: “A menudo se comporta más como un observador que como un participante, incluso como presidente de Estados Unidos, ofreciendo comentarios sobre la política en lugar de participar en el liderazgo. El resultado es fomentar expectativas simplistas y suposiciones de mala fe”. El episodio más reciente de su querencia por la simplificación es su comentario a favor de una salida a las bravas del Reino Unido de la UE y la incontinencia de considerar a Nigel Farage el político adecuado para gestionar el 'brexit' y al eurófobo Boris Johnson, el sucesor ideal de Theresa May.

Propias reglas

¿Propensión a las soluciones fáciles o simple mala fe? Ambas cosas al mismo tiempo sin que importe demasiado el orden. A partir de su conclusión de que una Europa unida, políticamente consolidada, será una competidora en disposición de fijar sus propias reglas -en la gestión de crisis internacionales, en la economía global y en materia de seguridad preventiva-, Trump optó por promover el debilitamiento de la UE, exigir una mayor implicación presupuestaria en la OTAN -en ella nadie discute la primacía estadounidense- y, quizá la pieza más disonante, aceptó de facto articular una pinza con Rusia, no menos interesada en erosionar las capacidades europeas.

De ahí que nada en el 'tour' europeo de Trump sea convencional y previsible, desde el intercambio de mensajes hirientes con el alcalde de Londres, Sadiq Khan, a las ausencias en la cena de Estado, el insólito mecanismo de protesta elegido por laboristas y liberales, varias veces alarmados con los planes europeos de la Casa Blanca. Un programa tan explícitamente aislacionista y proteccionista que apenas se hace eco de la historia, del marco de referencia que va de la victoria aliada de 1945 y el Plan Marshall a la proclama de John F. Kennedy en 1963 –“yo también soy berlinés”–; de las convicciones de George W. Bush –“nosotros formamos parte de Europa”– al multilateralismo practicado por Barack Obama. Nada de esto sigue vigente.