cumbre en bruselas
La soledad del corredor de fondo
Los participantes a la cumbre de la UE ya no comparten aquel proyecto que es el único que puede salvar a Europa de nuestros propios demonios y de los que nos acechan desde lugares lejanos
Rosa Massagué
Periodista
Rosa Massagué
Había un tiempo en el que por grandes que fueran los problemas de la Unión Europa -y a fe que los ha habido- sabíamos que de las muchas cumbres convocadas para solucionarlos saldría una fórmula que aun no siendo del agrado de todos, su paso por el cepillo permitía que los mandatarios pudieran estampar su firma al pie de los acuerdos. Y pese a las diferencias, no cabía dudar de que los miembros de la UE habían hecho suyo el proyecto europeo.
En más de una década Angela Merkel ha sido la figura que desde la fuerza económica y política de la que ha sido depositaria y pese a su fe en una austeridad perversa por intocable compartida con su entonces ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, y aunque levantara un muro contra el que se estrellaban las reformas de la eurozona, trasmitía tranquilidad. Por eso sus conciudadanos la llamaban ‘mutti’, o sea, mami.
Ya nada es así. La cumbre de este jueves será una cumbre de nuevo tipo. Los participantes ya no comparten aquel proyecto que es el único que puede salvar a Europa de nuestros propios demonios y de los que nos acechan desde lugares lejanos, como Washington o Pekín, o más cercanos como Moscú.
Nada ni nadie inspiran tranquilidad. Todo lo contrario. Merkel es ahora un pez boqueando al que sus socios de coalición, los democristianos bávaros de la CSU, están dejando sin agua ni aire. La cancillera lucha por su supervivencia y la de su Gobierno. Debe ser una lucha muy amarga. Primero, porque se trata precisamente de unos socios que comparten una misma ideología basada además en unos valores cristianos. Y luego porque se ha enfrentado a la soledad del corredor de fondo.
Huir de la guerra
En el 2015 cuando llegaron a Europa miles y miles de refugiados que en su mayoría huían de la guerra de Siria, Merkel abrió las fronteras alemanas cuando otros países europeos cerraron las suyas. Aquel éxodo era imparable y la cancillera entendió que aquello era una crisis humanitaria. Pero nadie, ningún otro país de la UE se despeinó para echarle un cable. Y ahí empezó su debilidad. Aquella autoridad que había ejercido en la UE empezó a erosionarse. Lo mismo ocurrió en casa. En el caldo de cultivo de la xenofobia y el racismo se recibió como agua de mayo aquella soledad de la mujer que representaba unos valores éticos, valores que son siempre un estorbo para los ultras de cualquier pelaje.
Tres años después aquella emergencia ha desaparecido, pero como si fueran vasos comunicantes, la xenofobia ha crecido y ha logrado instalarse en el poder como en Italia o Austria sumándose a otros países en los que ya está asentada en el Gobierno como Hungría o Polonia. Demostrar como señalan las cifras que ahora no estamos ante una crisis migratoria sino ante una crisis de histeria como lo califican algunos, no sirve de nada. El populismo y su versión extrema, el fascismo, cabalgan en Europa. Una caída de Merkel (como muy bien puede ocurrir), nos arrastrará a todos.
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