ANÁLISIS
La tentación del salvapatrias
Algunos jueces parecen sentir que la abdicación política del Gobierno de Rajoy les obliga a salvar España ellos solos
Luis Mauri
Director adjunto
LUIS MAURI
El desencuentro con el sentido común es sin duda uno de los peores vicios que pueden afectar a la justicia. Cinco días después de recibir el sonoro bofetón de sus homólogos alemanes en el caso Puigdemont, los jueces españoles han decidido darse otro trompazo contra el sentido común. Un magistrado de la Audiencia Nacional ha ordenado detener bajo la acusación de terrorismo a dos activistas de los CDR que cortaron carreteras y levantaron peajes en las autopistas.
¡Terrorismo! Como si este país no tuviera, lamentablemente, un conocimiento extenso en el tiempo y en la geografía, doloroso, sangrante de lo que es terrorismo. ¿Si los manifestantes que cortaron la circulación en Semana Santa cometieron un acto terrorista, hay que considerar a los conductores y demás viajeros afectados como víctimas del terrorismo?
Torpeza inconcebible
La torpeza con que el Estado está haciendo frente al desafío independentista resulta inconcebible. Primero, el poder ejecutivo, con la irresponsable abdicación política del Gobierno de Rajoy, fruto del cálculo electoral espurio y la carencia de sentido de Estado. Después, el poder judicial, algunos de cuyos representantes parecen sentir que la dejación política del Ejecutivo les obliga a salvar la patria ellos solos. La frecuencia de los tropiezos de la judicatura en relación al conflicto catalán es pavorosa.
Hace años que los altavoces independentistas propagan sin desmayo una falacia que ha germinado en buena parte de la población catalana. Que España es un estado antidemocrático donde la dictadura franquista no es un episodio de la historia reciente, sino la esencia misma del estado, que somete a Catalunya como una colonia y priva a los catalanes de sus derechos y libertades políticos.
Una falacia y una verdad
Tan falsa es esa idea como verdadero que el esmalte autoritario del Gobierno de Rajoy destella cada vez con mayor fulgor. Y cuanto más refulge, más fácil es difundir la falacia anterior. O más embarazoso resulta refutarla. Brilla ese barniz imperativo en la reforma del código penal del 2015, que consagró la pena de prisión permanente revisable,prisión permanente revisable un desmañado eufemismo de la cadena perpetua que colisiona con la propia Constitución, ya que esta establece que las penas privativas de libertad deben estar orientadas a la reeducación y la reinserción social.
Centellea también en la ley de protección de la seguridad ciudadana aprobada ese mismo año. La llamada ley mordaza multa con hasta 30.000 euros a quien impida la ejecución de un desahucio, se manifieste ante el Congreso o grabe a la policía sin su consentimiento, y con hasta 600.000 a quien se manifieste en infraestructuras de servicios públicos.
Y deslumbra en actuaciones de la Fiscalía tan poco comprensibles como la imputación, en ausencia de violencia, del delito de rebelión a la dirigencia del bloque independentista. O el de terrorismo a unos manifestantes como tantos otros. Si el desencuentro con el sentido común es el peor vicio que puede afectar a la justicia, la tentación del escarmiento justiciero es el segundo.
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