Análisis

El nervio de la selectividad

Un grupo de alumnos de Oviedo, durante las pruebas de este mes.

Un grupo de alumnos de Oviedo, durante las pruebas de este mes.

ENRIC PRATS GIL

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Desde hace unas semanas, en realidad unos meses, unos cuantos miles de jóvenes vienen preparándose para uno de los episodios que, en la mayoría de los casos, tendrá gran trascendencia en sus vidas. No es para menos, puesto que acceder a los estudios universitarios solicitados será el primer paso para alcanzar la profesión deseada, aunque no siempre. Es una semana de nervios.

La selectividad ha cumplido cuatro décadas de vida y en este tiempo ha experimentado numerosas modificaciones formales y de fondo, aunque sigue transmitiendo el aire que la inspiró: la de ritual de paso a la sociedad adulta. Así se entiende en la mayoría de países, como el nuestro, donde el porcentaje de aprobados suele ser muy alto, cercano al 90%. No parece gratuito, por lo tanto, que en casi todos los sistemas educativos la prueba coincida con el momento en que se llega a  la mayoría de edad. Donde se entiende mejor es en Italia y en muchos países del Este, donde recibe el nombre de 'maturità'.

El acceso a la universidad debería permitir al menos la demostración de dos cosas: un dominio de los contenidos y las habilidades necesarias para acometer estudios superiores, y ante todo una actitud proactiva hacia el aprendizaje y la investigación que deberían ser propias de esos estudios. Las pruebas de acceso suelen medir lo primero pero pocas veces se acercan a lo segundo. En pocas palabras, las pruebas y los cursos preparatorios para la universidad carecen de cualquier intención de asegurar el grado de madurez intelectual y cultural necesarios para acceder a estudios avanzados. Y así nos va.

EL CASO DEL ANTIGUO COU

En España, la selectividad ha perdido gran parte de su carácter genuino de atraer y filtrar a los más capacitados y se limita a ordenar el acceso a la universidad con criterios que se suponen objetivos. De hecho, el antiguo COU nunca cumplió exactamente su función orientadora y más bien se reducía a un entrenamiento para la prueba. Nunca el COU preparó para el acceso a la universidad, tarea que también ha olvidado el segundo curso del bachillerato actual, que se limita a ejercitar a los alumnos para la prueba. Es algo lógico, si pensamos que con la selectividad no tan solo se examinan los estudiantes, sino también el profesorado, los institutos e incluso las familias. El sistema siempre queda inmune.

De todas maneras, es cierto que, en un sentido más pragmático, ha cumplido una labor claramente correctora de las desigualdades de origen, permitiendo que estudiantes de extracción socioeconómica media o baja puedan acceder a estudios universitarios, siempre con el permiso de las tasas correspondientes, que no han cesado de aumentar en los últimos años.

Pero lo que viene no es mejor. La legislación aprobada por el PP en la pasada legislatura prevé una falsa eliminación de la selectividad. En realidad, la LOMCE la suprime pero deja la puerta abierta a que cada universidad establezca las pruebas de selección que crea necesarias. Tampoco se adivina un recambio positivo en términos pedagógicos, porque la reválida de bachillerato, aparte de su carácter centralista y homogeneizador, solo aumentará la presión en el último curso para entrenar a los estudiantes para esa prueba.

En todo este lío, seguirá pendiente de resolver la capacidad del sistema educativo para orientar adecuadamente a los jóvenes. La selectividad mide, eso sí, el nervio del sistema y, por lo que parece, la cosa no deja indiferente a nadie.